Bostezos, legañas y algún que otro reproche. Cuando uno decide poner el despertador a las cinco de la mañana suele tener un buen motivo para hacerlo. Pesan las mantas, pesan los ojos y pesan los ocho días de viaje que llevamos en el cuerpo. Sin embargo, pronto esbozo una sonrisa en mi cara de sueño. Abro las cortinas y mis pupilas centellean con la ciudad que nunca duerme. Tokyo, cómo no.
Habían trascurrido sólo seis horas de nuestro regreso desde Kanazawa. El Park Hotel Tokyo nos sorprendió con una agradable sorpresa. No tenía lazo ni papeles de colores, pero nos parecía una habitación increíble. Bendito upgrade. Planta 32, ventanales panorámicos y unas vistas que quitan el hipo. Es difícil resistirse a echar otra mirada. Me recreo con una visión que hipnotiza. La megalópolis en toda su esencia. Recuerdo la película y me alegro de tener los mismos gustos musicales que Sofia Coppola. Sometimes de My Bloody Valantine iría ahora de perlas.
La ducha nos acaba de devolver a la vigilia y nos ponemos manos a la obra. Mochila, cámara, y zapatos cómodos. Estamos listos para una nueva experiencia. Salimos del hotel como Livingstone, dispuestos a explorar esa jungla de pasarelas y subterráneos sin perdernos. El ejército de zombies japoneses nos envía a su primera avanzadilla. Algunos todavía no se han acostado y huelen a alcohol, tabaco y desengaño. Otros están preparándose para una jornada maratoniana. El trabajo a la japonesa no es ninguna broma.
Paramos en un combini y cogemos fuerzas. Mientras apuro un zumo de frutas, cierro los ojos y escucho una ciudad que se despereza. Los primeros trenes, los últimos sorbos, la aurora nos saluda. Huele a Asia. Paulatinamente nos vamos acercando a nuestro destino. Tsukiji, el mercado de pescado más grande del mundo, un trocito de mar en el barrio con más pedigrí de Tokyo. Desde nuestro hotel en Shiodome, sólo hay unos 15 minutos hasta Ginza. Vale la pena tomárselo con calma. Si te gusta la arquitectura te asombrará el minimalismo y la diversidad de la megalópolis. Si amas la naturaleza no te importará perderte por los coquetos jardines de Hama-rikyu.
La llegada a Tsukiji impone. Es necesario hacer un esfuerzo sensorial para poder captar todo lo que te rodea. El aroma es inconfundible. Mar intenso. Mezcla de sal, brisa marina y rumor del oleaje. No obstante, no debemos olvidar que Tsukiji es un lugar de trabajo. Los artesanos del mar, los artistas del cuchillo y la gente más ruda comparten espacio. La primera palabra que se me viene a la mente es ajetreo. Miles de carros motorizados compiten con fiereza por un metro. El circuito es un laberinto de puestos. El pescado va y viene. La discreción se agradece. Están acostumbrados a los turistas, pero sus ojos no mienten y se nota que no les gustas.
La palabra mercado cobra en Tsukiji otra dimensión. En ninguna parte del mundo circula tanto pescado cada día y sin embargo no hay olores nauseabundos. Las piezas son magníficas, enormes, lo mejor de lo mejor. Sorprenden los grandes atunes rojos, más que grandes, enormes. Tras la subasta, esperan destino. Pronto acabarán en los paladares más distinguidos en forma de sushi o sashimi. No cabe decir que es el más fresco del mundo. Moluscos descomunales, marisco fresco y pescado de cualquier rincón del mundo son oportunamente etiquetados y distribuidos. El género es de fantasía. Los chefs pelean como fieras por llevarse el mejor bocado. Esa lucha despiadada convierte a Tokyo en la ciudad del mundo con más estrellas Michelín. Viendo Tsukiji es fácil comprenderlo.
El pescado no es una cuestión menor, pero la gente que trabaja en Tsukiji quizás sea su principal atractivo. Manos expertas, cuchillos hábiles y miradas de astucia. Aman su trabajo, hacen de él su razón de ser y eso se refleja en sus rostros. Es un trabajo duro. Un trabajo que les ha forjado un carácter áspero, pero que les otorga un grado de maestría. Arrancarles una sonrisa no es fácil, quizás con respeto y veneración suceda el milagro.
Tsukiji merece como mínimo entre una y dos horas, cierta habilidad para esquivar los carros motorizados, y caminar sin rumbo fijo. A cambio, recibimos una experiencia inolvidable, marinera, caótica. Después de recorrer este museo viviente no nos podíamos ir de allí sin probar todo lo que habíamos visto. Pese a ser las siete de la mañana, terminar la visita con un desayuno de sushi es casi una obligación. Esa sinfonía de sabores marinos fue el colofón perfecto. Sólo faltaban unas palabras de agradecimiento y una respetuosa reverencia. Los secretos del mar siguen a buen recaudo en Tsukiji.
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Escrito por Pau Solbes. Si queréis conocer más datos del autor podéis hacerlo a través de su blog: Qué ver en tus viajes.
Muy chulo el relato. Es como si hubiera estado allí y eso que no he ido, cachis. Para la próxima visita a Tokyo tengo que ir, sin duda.
Como se nota que disfrutaron con el olor a mar, el arte del corte de pescado y como colofón ese sushi fresquito de desayuno :)