Experimentar la vida en una bicicleta es algo diferente. Convierte la naturaleza en un campo de juegos donde uno, aunque sea por un breve instante, se retrotrae a la infancia, ese momento mágico y lúcido donde los humanos conservamos la maravillosa capacidad de disfrutar de las cosas por el hecho de hacerlas. Una sensación de omnipotencia y de libertad te incita a sumergirte de lleno en el adictivo mundo de la exploración. Todo es más rápido, más inmediato, más intenso… Es la aventura más barata y la manera más simple de sentirse vivo.
El Valle del Ara
El júbilo se multiplica si además tienes la suerte de hacerlo en el Valle del Ara.
Situado en la comarca de Sobrarbe – que ocupa el norte de Huesca hasta la frontera y cuya densidad de población es ligeramente superior a la de Laponia – el valle es un paisaje de ensoñación medieval. Las montañas están cubiertas por un manto oscuro y espeso de bosques de pino negro, carrasco, hayas y abedules del que solo emergen silenciosamente algunas aldeas abandonadas.
Las amenazas de una presa las vació allá por los años 50 y ahora, mientras las zarzas y la tierra de la que una vez surgieron las llaman de vuelta, parecen aguardar expectantes y melancólicas el regreso de los habitantes que algún día las alumbraron. Quizás hoy en día solo las brujas y las hadas les hagan compañía.
Ruta 1: aldeas abandonadas, pueblos románicos y verdes bosques (Torre de Morcat – Jánovas – Fiscal – Boltaña)
Escalamos la pista sinuosa en busca de la torre de Morcat que se presenta ante nosotros como una promesa lejana en lo alto del valle. Yo voy plácidamente subido a mi bicicleta eléctrica. Esta maravilla, demonizada por los puristas, abre las puertas del paraíso a los apóstatas. La montaña deja estar reservada solo para titánicos deportistas y el placer que sus laderas ofrecen da la bienvenida a todos. Con 4 diferentes niveles de ayuda tú eliges cuánto quieres sufrir, y la energía ahorrada se transforma en un ansia por explorar los parajes que se abren al paso en la búsqueda incansable de emocionantes descensos.
Al llegar a la cumbre, diez siglos de historia se postran ante nosotros. La iglesia románica de Morcat todavía presume de figura. Dentro de sus ruinas reverberan ritos centenarios entre las columnas y bóvedas en perfecto estado. Al fondo las cumbres pirenaicas, coronadas por Monte Perdido, nos vigilan inmóviles. El paisaje es abrumador.
Desde la pradera bucólica donde descansa, esta olvidada aldea empieza las bajadas entre prados y senderos jaleados por los Pirineos, siempre decorando la escena. Uno grita de alegría mientras el fresco aire le da en la cara.
Las rampas van morir a una pista que nos conduce a un siniestro bosque. Es inevitable querer entrar en él. Los árboles abovedan el camino, blando y suavizado por un manto de hojas muertas, entre las sombras y la oscuridad en el interior del follaje la imaginación encuentra mil rincones donde elucubrar.
La pista es llana y a veces desciende, la velocidad le añade otra emoción a la experiencia. De repente, tras pasar una pequeña loma donde el bosque da un respiro, el camino se transforma en un tobogán de placer. A más de 50 km/h descendemos rodeados de una hermosa masa de pinos negros. La magia del lugar se entremezcla con la adrenalina del instante. Nuestro gozo desemboca en la carretera que nos lleva, entre pastos y barro, a Jánovas. Una historia dramática de pueblo desalojado a la fuerza por el proyecto de una presa que nunca se construyó, una escuela cerrada a patadas por la Guardia Civil y la heroica resistencia de un matrimonio, los Garces, hasta 1984, cuando no tuvieron más remedio que dejar su tierra.
Por suerte, el embalse nunca se construyó y dejo al último río salvaje del Pirineo indemne. Siguiendo sus cristalinas y turquesas aguas llegamos a Fiscal. Allí nos aguarda un plato caliente de comida y una furgoneta sobre cuya ventana dormita mi cabeza hipnotizada por el transcurrir del río a través un hermoso desfiladero. Volvemos a Boltaña , mañana nos aguarda otra jornada.
Ruta 2: naturaleza en estado puro (Collada de Ceresa – Peña Montañesa – Oncins – Los Molinos)
La mañana soleada ilumina las ahora más próximas laderas del Parque Nacional de Ordesa, que se vislumbra a través de las ramas del pinar por el que escalamos hasta la collada de Ceresa. Aquí, coronando un horizonte infinito de montes, da comienzo una vivencia inolvidable.
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A la vera de la imponente masa rocosa de Peña Montañesa comienza el frenético descenso. Los pinos de alta montaña pronto se tornan en un bosque de carrasca y robles. El camino, que ancho y dibujado ha empezado, deriva en una sinuosa senda que nos sumerge en lo más profundo de un escenario fantástico. Fluir por ella es pura diversión. A tramos los árboles se apartan y la senda cuelga del acantilado, y es en estos inquietantes momentos cuando la naturaleza desborda y cautiva.
Me encantan estos lugares de limitado acceso, apartados en la naturaleza donde resurge una extraña fuerza interior. Despojado de las comodidades y facilidades de la vida urbana, aquí, en las montañas, me embriaga una sensación de aventura y descontrol, expuesto a la vicisitudes de lo salvaje y, contradictoriamente, la vida adquiere un sentido más claro.
Al salir de la zona arbolada paramos en un claro panorámico desde donde contemplamos las escarpadas paredes de la peña que se despide de nosotros esbozando una tímida sonrisa. El siguiente descenso nos lleva a Oncins.
El conjunto de esbeltos caseríos empedrados, donde apenas sobreviven 16 habitantes, conforman un cuadro romántico perfecto. Un astuto boder collie nos pastorea a la llegada. La adrenalina ha dado paso al sosiego y el sol calienta placenteramente. Un poco más adelante nos espera el acogedor avituallamiento. ¡Qué gusto da comer ahora!
Las hojas que revisten la senda ocultan las raíces y rocas que van sacudiendo la bicicleta. Vamos de camino a los molinos la etapa final del viaje. Raúl, nuestro guía de Bikefriendly, lidera la marcha siguiendo con precisión las indicaciones del track que marca el GPS. A medida que descendemos, todo se vuelve menos hostil y más sosegado. Absorbido por la belleza de esos bosques, casi olvido que voy en la bici hasta que una piedra puñetera me lo recuerda haciéndome volcar. «No pasa nada”. Me auto convenzo mientras me recompongo y sigo la marcha como si el pequeño trance fuera parte de mi plan, mirando a mi alrededor disimuladamente esperando no encontrarme a nadie.
A Los Molinos ya lo recorre una tibia carretera, y la seguimos ladera abajo dejándonos llevar por el rodar furioso de las ruedas que van devorando los metros de asfalto. Siguiendo el barranco de la Nata de Arro llegamos al punto final de nuestro viaje, los coches nos esperan para acercarnos a Aínsa, una hermosa población histórica que hace de capital de la comarca.
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En breve me encuentro cargando la maleta en el transporte que nos llevara de vuelta Zaragoza, pero un trozo de mí se queda en esos valles y bosques a los anhelo pronto volver.