
Cuando crucé la frontera de Malawi procedente de Mozambique estaba a punto de caer rendido y pedir un verdadero tiempo muerto.
La noche anterior había sido la peor de todo mi periplo africano. Una indigestión severa y un par de escuadrones de mosquitos ávidos de mi sangre hicieron que no durmiera ni un minuto. Sin poder comer nada, afronté una larga jornada llena de retrasos, esperas, viajes enlatado y calor sofocante. Al fin llegué al puesto fronterizo de Mandimba, me sellaron el pasaporte en el lado mozambiqueño y crucé la tierra de nadie que separa ambos países. Nada más llegar a Malawi fui, acompañado de mi buen amigo Ophir, a comer algo en el primer restaurante de mala muerte que vimos.
Chiponde, en el lado de Malawi, es el típico puesto fronterizo que parece sacado de una película antigua del Oeste americano. Es un lugar sin ley. Ríos de gente se agolpan cerca de la valla metálica. Algunos están cruzando a Mozambique, otros acaban de llegar y otros muchos intentan hacer negocio con cualquiera de los dos grupos anteriores. Es un lugar de supervivencia.
Primero nos abordaron los cambistas. Los tipos de cambio que se ofrecen en este mercado negro suelen ser bastante mejores que los oficiales. Simplemente hay que tener cuidado con que no te endosen billetes falsos o menor cantidad de lo que te corresponde. No sólo hay buenos prestidigitadores en la tele.

Avanzamos unos metros más y le tocó el turno a los «taxistas». Hay unos tipos que, a cambio de una comisión, se encargan de reclutar gente para llevarles a una de las furgonetas o coches que van al interior del país. Fueron varios los que se nos acercaron pero sólo uno fue tan pesado como para entrar con nosotros al pequeño restaurante que elegimos. Al final acabaríamos viajando con él.
Entramos al desvencijado restaurante y comimos un plato de arroz con carne. Yo tenía una bola en el estómago y no pude comer más de medio plato pero Ophir nos dejó bien a los dos acabando con lo suyo y lo mio. El dueño y su familia se merecían eso y más. Nos trataron como a familiares y se preocuparon profundamente por mi estado de salud. Nos abrazaron, uno por uno, cuando nos despedimos.
El jeta que nos convenció para ir con él a Mangochi, nuestro destino final del día, nos esperaba en la puerta. Negociamos con él un precio guiados por la recomendación de nuestro amigo del restaurante y nos subimos a una furgoneta pick-up que parecía querer dejar esta vida de chatarra andante lo más pronto posible. Lo que no sabíamos es que sería esa misma tarde.
Yo ocupé el asiento del copiloto porque Ophir les dijo que estaba débil y enfermo. Mientras, él se encaramaba a la caja de la pick-up donde compartiría viaje con unas 20 personas más. Es increíble cómo se estira la capacidad de cualquier vehículo en África. El término «lleno» no tiene el mismo significado que tiene para nosotros y allí nadie cogería la gracia de compararlo con una lata de sardinas. Probablemente ellos piensan que las sardinas son unas privilegiadas en su lata.

Tampoco yo iba muy holgado porque a mi lado iba sentada una mujer joven con su bebé en brazos. Justo a su derecha estaba el conductor. Le dijimos al personaje que nos había reclutado que si nos podía dejar en algún hotel de calidad media en Mangochi. Mi cuerpo pedía a gritos un descanso en una buena cama después de unos últimos e intensos diez días en Mozambique. El tío nos prometió que conocía uno, aunque el precio que nos comentó me pareció un poco alto para los baremos de Malawi. Después cambió al idioma autóctono para echarse unas risas con el conductor. Claramente, hablaba de nosotros.
Y ahí comenzó un viaje bastante surrealista. Al poco de comenzar el viaje, la mujer del bebé escribió un mensaje en su móvil Nokia y me lo mostró con disimulo mientras vigilaba que el conductor no se diese cuenta. En él me avisaba de que me estaban timando en lo del hotel. Asentí y miré por la ventanilla. El coche apenas podía subir las cuestas para salir de Chiponde. No pasábamos de 15 ó 20 Km/h y se gripó en más de una ocasión ante la pasividad del personal, más que acostumbrado a este tipo de cosas. Cada vez que el motor decía basta, todo el mundo se bajaba de la caja de la pick-up y se sentaba a un lado de la carretera.
Aproveché una de estas ocasiones para contarle a Ophir lo que me había escrito la chica. Estábamos de acuerdo en no ir con el conductor pero sabíamos que iba a insistir hasta el final. Estaba en juego una buena comisión para él. La chica se nos acercó y nos dijo que nos bajáramos en la misma parada con ella porque su marido estaría esperándola y nos llevarían a un buen lugar. Pero yo no quería perjudicarle. Si marchábamos junto a ella, seguro que los secuaces del conductor la tomarían con la chica.
La providencia nos salvó del dilema. Bajando una cuesta a una velocidad moderada el parachoques delantero dijo basta y se desenganchó, golpeó en el chasis y casi provoca un grave accidente. Menos mal que el conductor supo evitar que volcáramos. El vehículo quedó inutilizado y quedamos todos tirados en medio de la carretera hasta que pasó otra pick-up y nos traspasaron como ganado. Nos habíamos librado de los jetas.

La chica y su marido fueron nuestros ángeles de la guarda en Mangochi. Nos llevaron a un hotel bueno, bonito y barato y el hombre nos esperó para invitarnos a cenar en un pequeño restaurante de unos amigos suyos. Fue una velada muy amena donde nos dieron muchos consejos sobre las costumbres del país en el que acabábamos de entrar. Hacía doce días que no veíamos ni un solo blanco y cada vez nos sentíamos más a gusto siendo los diferentes. Menos extraños. Quizá estábamos consiguiendo entender África un poco más. O quizá sólo habíamos dejado de fijarnos en nuestro color de piel o en cómo nos miraban los que nos rodeaban.
Nos acostamos a las 8 de la tarde. Dormí trece horas seguidas. No recuerdo haber soñado nada. Porque… ¿Qué sueña el que está viviendo dentro de un sueño?. Al día siguiente poníamos rumbo al lago Malawi.