Irlanda es una isla mágica. Habité en ella durante más de ocho años y la considero mi casa tanto como España. Leyendas, mitos, seres mágicos, San Patricio, paisajes de cuento… Todo esto es lo que suele atraer al turista que busca un destino donde pasar sus vacaciones, pero lo que realmente considero su mejor activo es mucho más tangible y simple que todo eso: los irlandeses. Afables, irónicos, con un sentido del humor hiperdesarrollado -producto del clima y de ser un pueblo muy sufrido-, hospitalarios, amantes de las reuniones sociales en torno a una -o diez- pinta… Y, desde hace años, grandes fans del deporte de la bicicleta.
El ciclismo, tanto de ruta como offroad, ha ido calando hondo en Irlanda del Norte. Han surgido, como hongos, clubs de ciclistas que no ven en el inestable clima irlandés un impedimento para practicar el deporte que más les gusta.
Un soleado sábado por la mañana fuimos, de la mano de la agencia de deportes de aventura Life Adventure, a recorrer las magníficas rutas forestales que ofrece el Forest Park de Castlewellan, en County Down (Irlanda del Norte). A una hora aproximadamente de Belfast, grandes extensiones de césped se alternan con un lago, bosque e incluso una especie de castillo antiguo. Es el lugar perfecto para disfrutar de la bici en la naturaleza, dar un paseo o montar un buen pinnic con la familia.
Nosotros íbamos a competir en el Campeonato Europeo de bicicletas con una sola marcha.
Esto puede sonar mucho más serio de lo que es. Bueno, de hecho, millones de veces más serio. El campeonato era una auténtica celebración. Cerca de doscientos ciclistas de toda Europa se daban cita en el punto de salida. Casi todos ellos estaban disfrazados. Los sicilianos como legionarios romanos, los eslovenos como pollos, un bitelchus francés por aquí, otro con un muñeco de ET metido en la cesta y tapado con la sábana por allá, vikingos, pijameros, bailarinas y, como no, muchos hombres disfrazados de mujer. Los cuatro periodistas que cubríamos el evento quedamos sorprendidos ante el carácter lúdico-festivo del mismo así que opté por pedirle a nuestro gran guía John que me consiguiera algo con lo que pasar desapercibido. A los cinco minutos aparecía con una peluca de Pocahontas y dos globos que me sirvieron para tener unos pechos descomunales sin necesidad de pasar por quirófano.
El ambiente era inigualable. La prueba en sí consistía en dar cuatro vueltas a un circuito de unos 10 kms inmerso en los bosques del Forest Park. Los senderos presentaban unas características óptimas para los amantes del mountain biking. Estrechos, rocosos aquí y planos allá, decentes grados de inclinación de subida y potentes bajadas. Exigen un mínimo de capacidad técnica sobre la bici. Debo reconocer que nunca fui un as manejando cualquier tipo de vehículo de dos ruedas pero lo hice lo mejor que pude y lo disfruté al máximo. Tened en cuenta que además no podía cambiar la marcha de mi bicicleta. Elegí una de mediana dureza y la conservaría para el resto de la prueba. Fue un infierno para subir las rampas más duras.
Había gente apostada en distintos puntos del trazado que animaban a todos los corredores. Los más profesionales comenzaron a adelantarme pasado el segundo tercio de mi primera -y última- vuelta y daba gusto verlos sortear los obstáculos con tanta destreza.
Pero para mí este deporte no trata sobre tiempos, clasificaciones o trofeos. Recorrer en bicicleta parajes como los que posee Irlanda del Norte es algo que se debe gozar de la mejor manera posible: con tranquilidad, respirando el aire limpio y fundiéndote con la bella naturaleza que te rodea.
Finalmente acabé una vuelta completa al circuito bastante sudado y cansado. Esperamos a nuestros compañeros y fuimos a comer algo al pueblo de Castlewellan para reponer fuerzas antes de enfrentar la ruta que nos esperaba por la tarde.
Los chicos de LC Adventure nos llevaron con su furgoneta a unos 20 minutos del pueblo y quedamos prendados con el paisaje. Estábamos rodeados de colinas yermas, sólo cubiertas por arbustos de distintas tonalidades de marrón. Un pequeño lago ocupaba uno de los flancos y no había ninguna vivienda a la vista. La sensación de soledad era inmensa. Ni siquiera pasaban coches. Uno de esos lugares que alimentan la mitología irlandesa.
Cogimos las bicis y comenzamos a descender por la carretera. Parábamos cada poco a tomar fotos y empezaron a aparecer las primeras casas y granjas. La tranquilidad seguía siendo total.
Poco después desembocamos en un bosque de cuento. Seguíamos el curso del río Shimna y cada recodo era más bello que el anterior. Ralentizamos la marcha para poder fotografiar aquel paraje o simplemente disfrutar de él mientras John nos comentaba que fue aquí donde se grabaron muchos de los exteriores de la famosa serie Juego de Tronos (los interiores se grabaron en los Titanic Studios de Belfast). No me extrañó lo más mínimo.
Algunos excursionistas aparecían aquí y allá, pero muy de vez en cuando. Estábamos prácticamente solos.
Tras algo más de hora y cuarto de trayecto comenzamos a entrar en los barrios periféricos de la pequeña ciudad costera de Newcastle. Llegamos justo a tiempo porque el Sol había decidido abandonarnos y la lluvia comenzaba a arreciar cuando alcanzamos el paseo marítimo. Allí nos juntamos con los compañeros que habían preferido conocer Newcastle en lugar de tomar la ruta ciclista y nos marchamos a nuestro hotel de descanso en el pueblo de Rostrevor.
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A pesar de haber sido un día muy completo, tan sólo habíamos explorado una ínfima parte de las muchas rutas ciclistas que hay por la zona de Castlewellan y County Down. Tendríamos la oportunidad de conocer algunas más al día siguiente pero necesitaríamos semanas para profundizar en la región. Una región bella, natural, mágica… Así es Irlanda.