
Debo reconocer mi culpabilidad -compartida con los dueños de Mercadona, éso sí- al pensar que los sobaos eran esos «pequeños bizcochos dulces que vienen metidos en papel blanco y envueltos en paquetes de plástico que contienen decenas de ellos». Te podías comer ocho mojándolos en leche y no llenarte lo más mínimo. Faltaba sólo que saliera un tío con cara de francés, bigote largo y fino y chistera y dijera con ligero acento y descubriéndose la cabeza: ¡Bienvenidos al extravagante mundo de la bollería industrial!.
Sin embargo, durante mi viaje de tres días a Cantabria el pasado mes de Mayo descubrí el arte de la elaboración de los verdaderos sobaos pasiegos gracias a Joselín y Fun & Food Ocio Gastronómico. De hecho conseguí hacer unos bastante decentes con mis propias manos. Pero vayamos por partes.
Tras una mañana inmersos en las profundidades de la famosa cueva de El Soplao y disfrutar de una sabrosa y abundante comida en un restaurante del pueblo de Celis, recorrimos los menos de 100 kilómetros que nos separaban de la localidad de Selaya y los verdes valles pasiegos.

La tarde, al igual que la mañana, era desapacible y gris, aunque por fin la lluvia había dejado de arreciar cuando bajamos del coche justo en frente de la tienda de Joselín, emplazada en el número 2 de la Calle La Llera de Selaya.
Allí nos recibió María Ángeles -una de las herederas de la familiaa Sainz- y Carmen -socia fundadora de Fun & Food- que nos mostraron la pequeña tienda que no sólo ofrece sobaos y quesadas artesanales sino que también tiene una amplia variedad de productos de la zona: vinos, mermeladas, miel quesos, embutidos, dulces… Auténticas delicatessen para el paladar.

Muy cerquita se encontraba la pequeña fábrica donde cada día elaboran -de forma artesanal y con la mejor calidad de ingredientes que se puede encontrar- centenares o miles de sobaos pasiegos y quesadas de un sabor exquisito.
Joselín -que distribuye la mayor parte de su producción directamente en la región de Cantabria- es una empresa familiar que comenzó su historia en los años 40 y, a día de hoy, 14 trabajadores (13 mujeres y 1 hombre) siguen en la brecha intentando convencer a la gente para dejar de lado esa bazofia de elaboración industrial que nos cuelan en tantos sitios. Utilizan mantequilla en lugar de margarina -salvo en los productos aptos para los alérgicos a la lactosa- y la leche la traen aún caliente de una granja que se encuentra a menos de 200 metros de la fábrica.
Tras la breve explicación y visita a la fábrica nos subimos a los coches y salimos del centro de Selaya para internarnos en los valles pasiegos. La lluvia volvió a irrumpir en el paisaje de verdes laderas, vastos prados y casas de piedra diseminadas aquí y allá.

Cuando llegamos a la cabaña pasiega propiedad de María Ángeles (en Pisueña), María -su hermana- ya nos estaba esperando. Mientras los demás entraban a refugiarse entre las paredes de piedra yo me dí una vuelta por los jardines que cuida el marido de nuestra anfitriona. El mismísimo artista me fue explicando las características de los tipos de árbol, arbusto o flor sobre el que le preguntaba. El riachuelo Pisueña cruza la propiedad añadiendo un toque de belleza que hace que cualquiera quiera refugiarse allí mismo de la vida mundana.
Me habría quedado horas dando vueltas por ese paisaje de ensueño, esperando ver salier un duende, hada o elfo detrás de cualquier arbusto o recodo, pero se estaba haciendo tarde y aún nos quedaba el mayor atractivo de la jornada: aprender a hacer nuestros propios sobaos pasiegos.

Cuando entré al calor del hogar la mesa ya estaba dispuesta con los ingredientes que íbamos a utilizar cada uno. A saber: 250 gramos de mantequilla, 250 gramos de harina, 250 gramos de azúcar, 15 gramos de levadura, 3 huevos y 1 cucharada de miel.
La mantequilla había sido previamente atemperada y echada en un cuenco pequeño. Así que me calcé gorro y delantal y me puse manos a la obra. Volqué el cuenco de la mantequilla en otro grande y comencé a deshacerla con mis manos desnudas, imitando a nuestra profesora y anfitriona. Cuando conseguí que fuera un líquido espeso añadí los huevos y vuelta a empezar con el movimiento circular para ir creando cierta uniformidad en la mezcla. Añadí la cucharada de miel, el azúcar, la harina y la levadura y rebocé mis manos con esa masa que comenzaba a adoptar cierta consistencia.

Cuando ya noté que todos los ingredientes se habían mezclado convenientemente y no existían grumos de consideración, fuimos llenando una manga pastelera con aquella mezcla de color amarillento y vertimos el contenido en los «gorros» que habíamos preparado.
Los gorros son los recipientes hechos de papel alimentario. Hay que crearlos doblando el papel aquí y allá, con una técnica papirofléxica que parece muy fácil cuando la ves por primera vez pero que necesita un poco de práctica.
Una vez dejamos toda la mezcla en los gorros, éstos fueron al horno y nosotros a los sillones donde los demás prefirieron té y café pero yo probé un buen vino del norte.
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El tiempo de cocción fue de unos 25 minutos y lo aprovechamos para conocernos todos un poco más. Sin embargo, la actividad del taller -cuando se hace con más tiempo y mejor climatología- suele incluir un paseo guiado por el valle pasiego donde se visita alguna de las cabañas y explican las antiguas costumbres y tradiciones que tenían los habitantes de la zona hasta no hace tanto tiempo.
Cuando nuestros hijos con forma de sobaos pasiegos salieron del horno me sentí muy orgulloso. «¿Joder, éso lo he hecho yo?»…No pude evitarlo. Probé el primero y su sabor dulce y textura compacta pero suave me hizo pensar que, sin duda, habían salido al padre.