Os voy a narrar mi gran experiencia del lunes de carnaval en Düsseldorf.
Son las 8 de la mañana y no puedo dormir más. La culpa no es de la inmensa y cómoda cama del Steigenberger Park Hotel sino de la excitación, que sentía mucho más a menudo cuando era pequeño y la edad adulta me ha ido robando vilmente, que, finalmente, hace que me levante de un gran salto y aterrice justo al lado de la ventana.
Descorro la cortina y me encuentro con la hermosa vista que me lleva saludando cada día desde mi llegada a Düsseldorf. Justo en frente tengo un par de edificios de diseño vanguardista. Si quisiera dirigirme caminando a ellos, antes tendría que cruzar un pequeño canal que ejerce de límite natural del parque Hofgarten, que ocupa mi ángulo de visión izquierdo. A mi diestra comienza una de las arterias principales de la ciudad, la calle Königsalle, lugar que se convierte en una fiesta constante cuando llega la época de carnaval.
Y hoy es lunes de carnaval, el día más grande de las festividades.
Vamos a participar en el gran desfile que atraviesa el centro de la ciudad. A algunos les puede parecer una nimiedad pero os aseguro que subirse en una de las carrozas del carnaval es algo que casi todos los habitantes de Düsseldorf consideran un honor igualable a pocos.
Me visto y bajo a desayunar al buffet del hotel. Vamos a comer tarde, así que decido acumular reservas y escojo bastantes viandas entre la gran variedad de productos de calidad -salados, dulces, lácteos y frutas- que hay disponibles. Después salgo a tomar algunas fotos del casco histórico de la ciudad. Los operarios trabajan colocando las últimas vallas, sillas y altavoces, mientras el público desayuna o se toma sus primeras cervezas.
A las 11 de la mañana me reuno con mis compañeros en el vestíbulo. Vamos todos disfrazados, pero no hay sorpresas porque los atuendos son los mismos que lucimos ya el sábado. Mi disfraz de Minion es un recurso de último minuto que no ha acaparado casi ninguna mirada por la calle, pero hoy, subido a una de las carrozas, tampoco va a importar mucho: nos van a gritar a todos por igual.
Tomamos metro y tren para llegar al punto donde se reúnen todas las carrozas antes de salir. Aquello es una explosión de color y música.
Casi 70 creaciones artísticas se encuentran alineadas, impacientes porque los tractores tiren de ellas y las lleven a hacer aquello para lo único que fueron creadas: exhibirse sin tapujos. Parecen tener vida. Quieren que les saluden a gritos al pasar, que admiren su color, su originalidad y su porte. Tienen alma pagana de carnaval.
Nos comenzamos a abrir paso entre la multitud hacia la nuestra. Es la número 54, casi cerrando el desfile. En el camino vemos de todo.
Una comitiva de gente en albornoz rosa y peluca llamativa conversa amigablemente con un nutrido grupo de brujas y brujos de traje azul brillante. Más allá unos recios corsarios apuran sus barriles de cerveza mientras unos músicos, de llamativo uniforme naranja, mitigan el sonido de sus risas bravuconas a golpe de tambor, trompeta y platillo. También los jugadores de fútbol beben, sabiendo que no hay control anti-doping esta mañana. Arlequines, piratas, pollos, vacas, personajes de cuento… Todos celebran, ríen, comen y beben bajo un sol espléndido que nos ha acompañado todo el fin de semana de carnaval.
Un grupo de japoneses nos sorprende casi llegando a nuestra carroza. En Düsseldorf habita una de las comunidades japonesas más importante de Europa y estos demuestran que se han adaptado genial a las costumbres carnavalescas de la ciudad. Portan estandartes y trajes típicos nipones y danzan sin parar al ritmo de su propia música. Acaparan casi todas las miradas por donde pasan.
Nuestra carroza es una representación divertida de los edificios emblemáticos de la ciudad.
Justo a nuestro lado hay un hombre de 83 años que va vestido de gallo y se ayuda con un bastón. Sabemos su edad porque es de los más ancianos que vemos por allí y nos hemos acercado a hablar con él. Nos quedamos maravillados cuando nos cuenta que, sabiendo que le puede quedar poco tiempo de vida, ha decidido escribir al periódico local pidiendo realizar su sueño: ser uno de los actores principales del desfile de carnaval de su ciudad. Así se vive esta fiesta aquí.
La espera se hace eterna. ¡Queremos salir ya!.
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Finalmente, tras una leve sacudida, nuestro tractor tira de nuestra ciudad de escayola.
En la primera parte del recorrido no hay demasiada gente. Pero hay. Aquí y allá, los niños, acompañados de sus padres, nos saludan con sus vocecillas chillonas y nos muestran sus bolsas, sombreros, paraguas, mochilas… Todo sirve como recipiente de caramelos y regalos. Casi todos van disfrazados y nos producen más risa y sorpresa que nosotros a ellos. Nos volvemos locos tirando caramelos, bolsas de palomitas dulces y paquetes de pañuelos de papel. Lo de los pañuelos me dejó inicialmente en fuera de juego, pero en un sitio con tanto frío quizá no sea una idea tan tonta.
La cosa se empieza a calentar cuando nos acercamos al centro histórico. Cada vez hay más gente en las calles y el griterío es ensordecedor. Se oyen sus saludos por encima de la música que emiten nuestros altavoces. Están totalmente entregados y nos transfieren su energía. No puedo parar de bailar, reirme, señalar a las personas con disfraces originales y lanzar caramelos a todo el mundo. La emoción nos gana a todos y veo, al girarme, que todos mis compañeros parecen haber entrado en el mismo estado de éxtasis. Una orgía de caramelos, risas, bailes, disfraces, música. Felicidad en estado puro. Eso es el carnaval de Düsseldorf.
Nuestras guías, disfrazadas de brujas, ejercen su papel a la perfección y nos regañan por disparar tantas “municiones” sin haber llegado ni a la mitad de nuestro recorrido. ¡Pero es imposible contenerse!. Niños, jóvenes y mayores te piden de todo y te saludan y señalan a gritos. Y no sólo en las calles, yo pruebo mi fuerza y puntería tirando cosas a las ventanas de las casas de la gente que se asoma a vernos. Es todo un premio ver sus caras de sorpresa y risa cuando les llegan caramelos a su tercer piso.
El gentío que se acumula en la plaza del Ayuntamiento es una auténtica barbaridad. ¡Qué ambientazo!. A partir de aquí es todo un colorido mar de personas disfrazadas que nos llevan en volandas hasta la mítica Königsalle, donde se produce el apoteósis final.
Las músicas de las distintas carrozas – ahora muchas de ellas alineadas en la larga avenida – se entremezclan y ya no sabes ni lo que bailar. Las vallas apenas consiguen retener a un público que no quiere despertar del sueño de este fin de semana de locura y tener que volver a sus vidas cotidianas. Quieren que sea verdad aquello que nos cantaba la gran Celia Cruz: “La vida es un carnaval… Es más bello vivir cantando”.
Pero llegamos al final del circuito, justo a la altura de la Universidad de Düsseldorf, y es ahí cuando nos damos cuenta de que no podemos más. Estamos reventados. Son las 4.30 de la tarde y no hemos parado ni un sólo minuto. Tampoco hemos comido más que un par de barras de cereales. Teníamos muchas más pero las acabé tirando al público cuando ya no tenía nada más que ofrecerles a parte de mi baile de dudosa gracia.
Acabamos la jornada con una merecida opípara cena y una charla en el hall del hotel de mis compañeros americanos.
Cuando regreso a mi solitaria habitación del Steigenberger me sobreviene un cansancio atroz. La adrenalina ha abandonado mi cuerpo y empiezo a pensar en el vuelo de regreso a casa. Entonces enciendo la cámara y me pongo a ver las fotos y vídeos del día con una sonrisa en la cara.
Entro en Youtube, busco la canción de Celia Cruz y comienzo a cantar en voz baja: “… Ahhh, no hay que llorarrrrr, que la vida es un carnaval, es más bello vivir cantandooo…».
Os espero el año que viene en el carnaval de Düsseldorf.