Partí de la estación de trenes de Varsovia con destino a Cracovia en un viaje de aproximadamente un par de horas. Realicé el trayecto durante la noche y llegamos a Cracovia muy temprano, sobre las siete de la mañana, y el sol todavía no había hecho acto de presencia.
Cracovia es conocida por ser la antigua capital polaca cuando todavía este país era un imperio.
Caminé unas diez cuadras por la Avenida Gertrudy hasta la calle Sarego. Era una calle particularmente fea y esperaba que el hostal en el que me iba a hospedar estuviese en condiciones. No pedía mucho más, tan sólo un lugar agradable donde descansar del frío polaco y del difícil idioma. La zona se llamaba Stradom, delimitaba con el barrio judío y me encontraba a unas pocas cuadras de la vieja ciudad, la parte más turística de Cracovia.
Tardé en encontrar el edificio, es que no me entraba en la cabeza que fuera precisamente aquél. Estaba semi-abandonado, sin número ni cerradura, parecía tomado por okupas. Las fotos en Internet lo mostraban diferente, habitaciones grandes, luminosas, en buen estado, con cocina propia e incluso bicicletas gratuitas para recorrer la ciudad.
No era lo que esperaba, pero la recepcionista, Aga, fue muy amable y al enterarse de que soy argentino se puso contenta ya que ella estudia español. Pretendía abandonar Polonia para irse a vivir a España, según ella, donde sufriría menos del frío. Tuve una linda sorpresa con eso, por fin podía hablar mi idioma.
Mis días en Varsovia fueron más complicados, la gente del hostal había sido espléndida pero mi inglés no es del todo bueno. Un solo chico hablaba español, era de Conneticut, Estados Unidos.
Aga, la recepcionista del hostal me dio su número de teléfono, me dijo que la llamara, que cuando salía de su otro trabajo me mostraría la ciudad y saldríamos con sus amigos. No la llamé. No por descortesía sino porque prefería perderme solo por la ciudad y estar sin ninguna compañía que me atase.
Como dijo una vez un guía turístico al periodista polaco Ryszard Kapuscinski:
(…) para conocer el mundo, sus gentes y cultura, lejos de ser un placer es un esfuerzo que exige concentración y soledad (…) Todo trabajo creativo exige soledad y concentración. Se escribe estando solo, también cuando se pinta un cuadro y desde la misma perspectiva contemplamos el conocimiento del mundo, también hay que estar solo durante un viaje.
Era el único huésped del hostal, una casa bastante oscura y grande. Para mi sorpresa, por ser viernes, no quedaba nadie en la recepción. Me dieron la llave del lugar. Fue bastante extraño pero no me alarmó.
Ahí a un costado estaban las bicicletas, cacharros maltratados y con apariencia de ser poco seguros. Eran las nueve de la mañana así que decidí ir a pasear y conocer un poco de aquella ciudad.
Llegué caminando a la ciudad vieja, cambié dinero, en Polonia siguen usando su moneda, el Zloty. Decidí perderme, encontré un típico mercado en el que vendían artesanías para turistas, lo típico que se vende en cualquier país, cosas regionales y un gran puente con obras de arte colgadas.
A eso de las tres decidí ir a un museo, había varios y ninguno me interesaba realmente. Elegí uno sobre la historia de Cracovia, pero había una habitación dedicada a momias egipcias, me pareció una ridiculez. Un desperdicio de Zlotys.
En la zona central había una gran iglesia en la que a cada hora sonaban unas trompetas.
Las calles adoquinadas quedaron tapadas por los pies de la gente. Era ya de noche y no muy tarde, tan solo las 6 pm. La plaza central estaba iluminada y me di cuenta de que no había comido en todo el día. Encontré un lugar donde hacían unas buenas salchichas y papas fritas.
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Antes de volver al hostal encontré una disquería, la primera que veía en aquella ciudad. No había ningún disco interesante. Volví al frío y tomé la dirección al hostal por la calle Grdozka, luego doble en Dominikaska, una avenida, y bajé por la Gertrudy.
Un vagabundo revolvía la basura, me recordó bastante a Buenos Aires aquella imagen, casi pintoresca.
Suerte mía, había ingresado un huésped más, un chico de Francia. Estábamos los dos solos. Estudiaba electrónica en algún país escandinavo, no se en cual. Obligadamente nos hicimos amigos. Estábamos los dos usando las computadoras con Internet, él quería averiguar por una excursión a las famosas minas de sal. Yo quería ir al castillo. Había una buena colección de discos en el hostal que le impuse tiránicamente a mi nuevo amigo francés. Desde John Zorn hasta Bad Brains, Henry Rollins y Tortois. Eso me hizo sentir como en casa.
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Fui al supermercado más cercano a comprar algo de comer, me fue difícil volver hacia el hostal, cuando me di cuenta había dado tres vueltas por las mismas cuatro calles. Hice huevos revueltos y compré chocolate para calentarme. A eso de las diez me fui a duchar y volví a Internet.
Cerca de las once nos fuimos a dormir. Cada uno a una habitación diferente. Solos en el edificio más turbio al que podríamos haber caído. Yo estaba contento.
Al día siguiente me levanté a eso de las nueve, quería ver a Aga pero en su lugar había otra mujer. Desayuné un poco de cereales y nada más.
Visita al barrio judío y el Castillo de Cracovia
Decidí visitar la zona llamada Kazimierz o «barrio judío», era lo más cerca que tenía para ver. Habría unas cinco sinagogas en muy buen estado, una parecía una iglesia, averiguando me enteré de que había sido construida por católicos porque los judíos no podían ejercer profesiones.
Era triste ver esa zona deteriorada, algunas pintadas antisemitas y poca gente en la calle.
El frío era soportable, unos cinco grados bajo cero, días previos a mi llegada hubo diecisiete bajo cero. Tuve suerte.
Una vez cansado de martirizarme en el barrio judío decidí partir a Wawel, el castillo principal de Cracovia. Te cobraban para recorrer cada parte y era con visita guiada, recorrí tan sólo la habitación de los huéspedes.
El castillo era inmenso, realmente muy bello, paseé por los patios internos y por afuera, observe el gran río Wisla un rato largo y lo fotografié, vi su gran catedral interna y visité la tienda de regalos, compré una reproducción de un mapa polaco del siglo XV.
Seguí caminando la ciudad y perdiéndome por las antiguas calles polacas, comí un Kebab (especie de emparedado relleno de carne y verduras) aunque extrañaba los Zapiekanka de Varsovia (unos panes con salsa de tomate y queso).
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Llegué a la Ciudad Nueva, que el nombre no confunda, no tiene nada de nueva, es más bien antigua, vieja. No me interesó seguir perdiéndome por ahí así que decidí volver al barrio judío, tenía una gran caminata hasta allí.
Llegué a una vieja casa, había un rabino hecho de hielo en la entrada, no dude y entré. Era un viejo centro judío, tenía librería, mire los libros un rato y me fui de ahí. Estaba casi desierto el lugar, al mediodía compré un pan de canela en una linda panadería, no tenía mucho dinero para gastar. El resto del día lo pasé por ahí. Al anochecer quise dar una última visita por el centro, la ciudad vieja. Ver la gran iglesia y escuchar el sonido de sus campanas. A eso de las seis de la tarde volví al deteriorado hostal. Comí los huevos que me quedaron del día anterior. Mi amigo francés había podido ir a las famosas grutas de sal.
Se entristeció al enterarse de que esa misma noche yo me iba, se quedaba solo. Me dio pena. Nos despedimos y a eso de las once me fui.
Hacía frío y no me daba pena abandonar aquel edificio, aunque tenía su encanto pese a su deplorable estado. Caminé las calles que hice el primer día pero a la inversa. Un borracho se me acercó, apuré el paso. Llegué a la estación transpirado. Me puse a charlar con una chica pelirroja de Canadá y con un chico de pelo muy corto, de Sudáfrica. Subimos juntos unas largas escaleras hasta nuestro andén. Se tomaban el mismo tren que yo. A Praga, República Checa.
Una vez que llegó el tren, verifiqué que el boleto coincidiera con el número de camarote.
El guardia era un gordo con bigote. Me habló en un idioma que no entendí. Se lo hice saber en inglés. Pensé que hablaba en polaco. Me amenazó con que si iba a República Checa debía hablar su idioma.
No hablo checo, solo inglés- le dije.
Le di mi pasaporte y sonríó.
No hablas inglés, hablas español- me respondió.
Al parecer pensó que era estadounidense, debería tener algún problema con ellos. Porque al rato se apareció con una manta y me preguntó si necesitaba algo más. Le dije que no. Al rato me regaló un mapa. Extraña hospitalidad la checa. Me hizo sentir un poco más a gusto.
El camarote era pequeño e incómodo.
Antes de que el tren saliera entró a mi camarote una chica oriental. No hablaba inglés. Tan sólo coreano, era muy tímida. Intentamos comunicarnos mediante señas. Me ofreció jugo y me regaló una naranja para comer. Era buena. Ambos nos pusimos a escribir en nuestros cuadernos. Yo firmé el suyo y ella el mío. Cada uno en su idioma.
Me resultó raro que una chica coreana estuviese sola en Cracovia, más aun si no hablaba una sola palabra de inglés.
No pude dormir aquella noche.
Temprano en la mañana, a eso de las cinco. Llegué a Praga. Ya estaba un poco fastidiado de cargar la valija, mis pies dolían y mi espalda también. Tenía sueño, hambre y me empezaba a sentir solo. Comprendí por qué Kafka se sentía tan oprimido en aquella ciudad. Deseaba volver al edificio casi abandonado, casi ocupado y sin manija de Cracovia. Me sentiría mas seguro ahí.
Interesante cronica, a veces viajar solo se hace duro, se echa de menos estar comentando todo el tiempo lo que ves a la persona que va contigo, mejor si es una migo, novia o familiar