Decía el gran periodista y escritor polaco Ryszard Kapuscinsky, en una entrevista concedida a El País, que “El sentido de la vida es cruzar fronteras”. Pero hay fronteras y fronteras. En mi memoria quedan los tiempos en los que Europa no era lo que es hoy y tenías que llevar el pasaporte para ir a Francia. Era fácil cruzar la frontera si tu familia tenía vehículo propio o cogías un bus. Mucho más aún si era en avión. Una vez allí el tema no se demoraba mucho.
En África las cosas pueden ser muy distintas.
Después de pasar un mes fantástico en Mozambique en el que saboreé la vida nocturna de Maputo, me relajé en la bella villa pescadora de Vilanculos, penetré en el alma más profunda del país recorriendo las montañas de Gurué (con el sagrado monte Namuli) y me contagié del ritmo sosegado de las gentes que pueblan la colonial e histórica Isla de Mozambique, llegó el momento de dejar el país que tanto me había dado para pasar un par de semanas en el vecino Malawi.
Recién llegados a Gurué, después de pasar unos días perdidos en las montañas, estudiamos el mapa y llegamos a la conclusión de que el paso de frontera más cercano era el de Mandimba. Para llegar a él teníamos que retroceder hasta Cuambá y allí tomar otra furgoneta que nos llevase a nuestro destino. Sobre el papel parecía bastante sencillo, pero la cosa se convirtió en una aventura.
Dulce -argentina-, Ophir -israelí- y un servidor nos presentamos en el mercado de Gurué a las 7 de la mañana. El lugar rebosaba de vida. Otros destartalados autobuses y furgonetas se iban llenando de gente y bultos y partían. Parecía que ese día nadie quería ir hacia Cuambá. Para cuando el conductor consideró que la chapa (furgoneta colectiva mozambiqueña) estaba lo suficientemente llena y decidió partir, el Sol estaba ya muy alto en el cielo africano.
El viaje hasta Cuambá fue duro. El calor apretaba sin piedad y el aire dentro de la chapa era prácticamente irrespirable. La furgoneta estaba tan llena que yo estaba sentado encima de un saco de arroz y mi espalda se apoyaba en la ventanilla situada justo detrás del asiento del copiloto. De esta guisa me tiré entre 4 y 5 horas, intentando estirar las piernas -y el resto de mi cuerpo- cuando podía.
Cuando llegamos a Cuambá nos dijeron que ya era demasiado tarde para intentar alcanzar la frontera. Tendríamos que esperar a la mañana siguiente. Nos quedamos en una pensión en la que ya habíamos pernoctado la anterior vez que tuvimos que hacer escala en ese pueblo. Dulce y yo nos fuimos al mercado a comprar alubias y verduras para cocinar algo en el fuego de carbón que había en el patio de la pensión. Nos pusimos manos a la obra algo tarde, ante la atenta mirada de los pocos huéspedes que había esa noche. Dejaron de fijarse en nosotros cuando un televisor, que parecía sacado de los 60, comenzó a retransmitir el partido entre Real Madrid y un equipo turco. La Champions League también llega a Mozambique. Aunque sea en una caja con un tubo catódico que dejó de fabricarse en Europa hace 40 años.
Las alubias tenían la textura de la cara de un político español: no se ablandaban de ninguna de las maneras. Finalmente, a eso de las 10 de la noche decidimos cenar a pesar de que aún no se habían cocinado del todo. Gran error. Me acosté sobre las 11 de la noche pensando que a las 4 de la mañana sonaría el despertador para hacer la mochila e irnos al mercado de Cuambá a tomar la chapa. No dormí ni un solo minuto. Los mosquitos se aliaron aquella noche con una buena indigestión para evitar que Morfeo y yo hiciéramos buenas migas.
Pero los mosquitos de Mozambique -y África en general- nada tienen que ver con los de España. Son fuertes, rápidos, insaciables y su capacidad de succionar sangre es mucho mayor que los otros a los que me he enfrentado. Son auténticos guerreros crueles que se organizan en hordas numerosas. Si encuentran un punto débil en tu mosquitera estás perdido. Lo encontraron más de una docena aquella noche. Yo oía los zumbidos y pensaba que estaban por la parte de fuera de mi red protectora. Pero no. Encendí la linterna y vi a todos aquellos vampiros posados por dentro. No fue difícil matarlos ya que no podían ni levantar el vuelo, ebrios como estaban de mi sangre.
El dolor de barriga era intenso e intenté vomitar. Una diarrea sustituyó al vómito y mi tez adquirió el color de la cera. De esa guisa me encontraron Dulce y Ophir a las 4.30 am y nos marchamos al mercado.
Quiso el azar que esa fuera la vez que más tiempo tuvimos que esperar hasta que partiera la chapa. Pasaron 7 horas hasta que se llenó el vehículo. Fueron las más largas de cualquier viaje que hice por el Mundo. Blanco, sudoroso y con la boca seca, sólo mantenía la mirada fija en el suelo y me alegraba cuando el conductor encendía el motor y salía de ese maldito pueblo. Daba una vuelta por las afueras en busca de más pasajeros y volvía al mercado. Tres veces amagó y tres veces juré en arameo al ver que no saldríamos nunca de aquel lugar.
Pero todo llega y pusimos rumbo a Mandimba cerca del mediodía. Ophir y Dulce aguantaban el calor mejor que yo y me intentaban animar. Mi cara no conseguía cambiar de color, cada vez me sentía más débil y sudaba más. Empecé a temer que podía estar enfermo de algo más grave. Es algo que no puedes evitar pensar en África, donde hay malaria, fiebre amarilla y tantas cosas más.
Después de 3 ó 4 horas de viaje esquivando baches por las pistas de tierra del norte de Mozambique por fin llegamos a Mandimba. El conductor nos había dicho que nos llevaría hasta el otra lado de la frontera pero resultó ser mentira. A un par de kilómetros del puesto fronterizo tuvimos que pagar un tuk-tuk que nos dejó en la puerta de la garita donde los funcionarios mozambiqueños se extrañaron al vernos. Tras comprobar que nuestros visados no estaban caducados -el mio lo hacía justo ese día- nos dejaron pasar a Malawi…O algo.
Entre Mozambique y Malawi se extiende un kilómetro y medio de tierra de nadie. Y está habitado. Unos tíos delgados y fibrosos nos llevaron en la parte de atrás de sus bicicletas de piñón fijo. Subían y bajaban las cuestas haciéndonos sentir culpables. Habría preferido atravesar aquella zona de tierra naranja por mi propio pie, pero entre la gran debilidad que me aquejaba y la insistencia de nuestros porteadores para conseguir un dinero que llevar a casa, no pudimos negarnos. Aquellos hombres sudaban a mares bajo el sofocante calor.
Hay familias enteras que se han instalado en esa franja de tierra. No sé si serán sinpapeles que no pueden entrar en ninguno de los dos países o, simplemente, gente que ha elegido ese sitio de la Tierra para echar raíces. Lo primero me parece bastante más probable que lo segundo.
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Finalmente llegamos al puesto fronterizo de Malawi. Ophir y yo teníamos pasaporte israelí y español, por lo cual no teníamos que pagar nada para entrar, pero Dulce, al ser argentina, tenía que abonar 70 dólares americanos. El contratiempo le cogió totalmente por sorpresa y además le hicieron observar que tenía que haberlo hecho de antemano. Le exigían pagar allí mismo el importe y viajar directamente a Blantyre a conseguir los papeles para poder moverse por el país, ya que allí no se los podían hacer.
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Dulce viajaba con un presupuesto muy ajustado y prefirió volver a Mozambique y pasar sus últimos días de viaje allí. Nos despedimos con tristeza en la frontera y Ophir y yo nos dejamos caer en la caja del primer camión que vimos. Creíamos que la aventura había llegado a su fin…Pero estábamos equivocados, como os contaré en el próximo episodio.