El trekking de Dodola en Etiopía (Parte 1)

Saliendo de Dodola
Saliendo de Dodola

Dodola es una pequeña población que se encuentra al sureste de Addis Abeba, la capital de Etiopía.

Alrededor de ella se extienden bosques y montañas, convirtiéndola en una base excepcional para realizar senderismo. Además, el hecho de ser una gran desconocida para el turista hace que puedas disfrutar de tu aventura prácticamente a solas y a tu aire.

Al llegar pasado el mediodía a Dodola, no pude salir hacia la montaña ese mismo día. Me quedé a pasar una noche en el Bale Mountain Motel. El ambiente en la terraza del bar estaba bastante bien, pero me llevé varias pulgas conmigo a hacer el trekking, y sin pagar peaje.

A la mañana siguiente, Samuel, mi guía, me esperaba en la cafetería. Le había conocido el día anterior en las oficinas del organismo (todo muy informal, no os penséis) que explota comercialmente el trekking. Como tantos etíopes, era un tipo esbelto y fibroso, con la sonrisa presta pero algo tímido. Me costó un poco romper el hielo, pero después tuvimos buenas charlas y resultó ser un gran conocedor de la zona.

Dejé gran parte de mi equipaje en el motel y llevé conmigo algo de ropa de abrigo (por fin podría usarla después de semanas sudando por Etiopía), comida (pasta, salsa de tomate, latas de atún, fruta y frutos secos), agua y poco más.

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En la montaña vas a encontrar los refugios construidos por los alemanes que estuvieron aquí organizando todo hace varios años. Estas cabañas están completamente equipadas y no necesitarás llevar ni utensilios de cocina, ni saco de dormir o mantas. Hay gente que prefiere plantar la tienda de campaña al lado del refugio y dormir en ella, pero la diferencia en el precio es prácticamente insignificante y lo cierto es que el frío aprieta en la montaña y las lluvias pueden empeorar la situación en cualquier momento.

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Salimos de Dodola a pie. Avanzamos por el laberinto de calles cercanas al centro y, diez minutos más tarde, ya nos encontrábamos caminando por un ancho camino rural.

Samuel se desvió hacia la derecha por una senda muy estrecha que cruzaba extensos campos de cultivo. Pequeñas casas aparecían diseminadas aquí y allá sobre el marrón de la tierra y el verde ocasional de algunos árboles y arbustos que ya comenzaban a aflorar.

Tras un rato zigzagueando volvimos al camino principal, ya sin atisbo de civilización. En la ancha senda de tierra nos cruzamos con bastante gente que acudía al mercado de Dodola. Era día de comercio y las gentes de las aldeas y poblaciones menores de alrededor peregrinaban para vender allí ganado, verduras, artesanías y muchas cosas más. Sus ropas eran coloridas y algunos venían caminando descalzos, otros en carreta, y otros a lomos de caballos o mulos. Les saludábamos en su lengua y respondían con un saludo, una sonrisa o una leve inclinación de cabeza.

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Llevábamos ya más de hora y media caminando cuando por fin nos encontramos con los lindes del bosque. Allí esperaban un par de tuk-tuks para llevar a gente al mercado. Paramos brevemente a descansar, comer unos plátanos y beber agua y nos internamos en el bosque.

Tenía unas ganas locas de caminar, por fin, por un paraje verde como éste. El trekking que habíamos hecho en las montañas Simien había discurrido por unas tierras áridas, por cañones donde la vida parecía no llegar a fluir por la falta de agua. El calor había sido insoportable y la experiencia, aunque muy gratificante en lo personal, muy exigente a nivel físico.

Ahora, amparado por las sombras de los grandes árboles que acotaban el camino, estaba disfrutando de un paseo sin mucha dificultad. Además, el bosque estaba muy tranquilo. Tan sólo escuchábamos el canto de los pájaros y el sonido ocasional del agua del pequeño río que fluía desde la montaña.

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Paramos un par de ocasiones y los dos nos quedamos en completo silencio para poder disfrutar de los sonidos del bosque. Me sentía muy feliz rodeado de esa naturaleza.

El sendero seguía serpenteando entre árboles, descendiendo y ascendiendo pequeñas laderas y cruzando el río en un sentido y otro. No tenía ninguna dificultad y no iba cansado a pesar de llevar caminando algo más de 4 horas a más de 2.700 metros. Tras unas semanas en el país, mi cuerpo ya se había aclimatado a la altitud y la menor cantidad de oxígeno en el aire no era un problema.

Samuel me iba explicando cosas sobre los árboles, los pájaros y los monos Guereza, que paseaban su precioso y abundante pelaje negro y blanco entre las copas de los árboles más altos.

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Comenzamos a ascender hacia el refugio donde pasaríamos la noche y no era más de las 1 de la tarde. Habíamos avanzado a buen ritmo y apenas quedaba nada para acabar la ruta del día.

Así llegamos a una especie de pequeña planicie donde los árboles habían sido talados y el césped se intercalaba con algunas plantaciones de verduras. Unas cuantas cabañas se apiñaban en uno de los lados. Era una pequeña aldea en la montaña.  Pero lo que más me sorprendió es ver una red de voleyball en medio del claro. En Etiopía el volley es un deporte muy practicado, quedando sólo por detrás de correr y el fútbol.

Unos 10 chicos jóvenes jugaban al fútbol. Cuando aparecí se quedaron sorprendidos y se reían mirándome. Al final me ofrecí a jugar con ellos y se pusieron a chutarme penaltys. Servidor, de jugador no da para mucho, pero jugué de portero en la liga nacional española de fútbol sala y se me sigue dando bastante bien la cosa. Así que les desesperé porque empecé a parar todo.

Al final, al duodécimo intento, consiguieron meterme gol y lo celebraron a lo grande. Pero ya estaba bien de fútbol. Ahora tocaba volley. Nos invitaron a jugar con ellos y así lo hicimos. Acabamos reventados (incluyendo a Samuel). Jugamos casi dos horas con ellos y me pegué una sudada tremenda a pesar de la fresca temperatura reinante.

Lo pasé genial. Esto es lo que buscaba en África. Bueno, esto es lo que busco en todos mis viajes: interactuar con la gente del lugar y pasarlo lo mejor posible. Además, la excusa del deporte siempre es perfecta.

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Samuel y yo nos sentamos en el césped rodeados por los chavales. Alcé mi mirada hacia la verde ladera cubierta de árboles y le pregunté con la mirada al guía. Él asintió y sentí que había sobreestimado mis fuerzas si aún me quedaba esa ascensión hasta el refugio.

 

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