Unos cientos de kilómetros al sur de la capital de Etiopía, Addis Abeba, hay una zona boscosa cercana a las famosas montañas Bale donde se ha tejido una fantástica red de refugios y sus caminos son transitados por lugareños y algún turista perdido con ciertas ganas de un buen trekking en la naturaleza. La base para horadar esas tierras, a pie o a caballo, es la pequeña ciudad de Dodola.
Desde allí partí para realizar una corta caminata de dos días y una noche por unos parajes verdes que me harían sentir un gran contraste con las áridas tierras norteñas por las que caminé en las míticas montañas Simien.
Al finalizar la primera parte de mi relato me encontraba sin aire y empapado de sudor, pero completamente feliz, tras haber jugado un par de horas al volleyball con los chicos de una aldea perdida en la montaña, en una planicie ganada al denso bosque por obra de las manos del hombre. Habíamos caminado unas cinco horas para llegar hasta allí y el sobreesfuerzo deportivo a casi 3.000 metros me había acabado de quemar.
Samuel y yo nos quedamos un rato descansando observando cómo jugaban los chavales mientras recuperábamos el resuello. Mi guía me decía que ya no quedaba nada para llegar al refugio y yo le creí. E hice bien.
Quince minutos más tarde tomé mi mochila y nos pusimos en camino. La última etapa de la subida hacia el refugio alemán discurría en zigzag por una ladera totalmente cubierta de árboles y vegetación exuberante. Paré a descansar varias veces, exhausto tras el volley. Pero no importaba. No había prisa.
Aún quedaban unas dos horas y media de luz y sentado en una piedra en medio del camino tenía unas vistas privilegiadas de la aldea que acabábamos de dejar atrás. Tan sólo eran unas pocas casas de paja y madera apiñadas en medio de una pequeña pradera verde. Pequeños campos de cultivo proporcionaban el sustento para aquellas decenas de familias. Un lugar anónimo escondido en las montañas, lleno de gente anónima con las que compartí unas horas de mi vida en las que fui feliz. Supongo que aquellos chavales no se acordarán de mí, pero yo sí les recuerdo a ellos.
Sobre las 4 de la tarde llegamos a la cabaña alemana, a 3000 metros sobre el nivel del mar.
La cabaña, de madera y techo de metal, estaba muy bien equipada. La puerta principal se abría a una especie de salón-cocina, donde una mesa de madera aparecía custodiada por un par de bancos largos y los utensilios de cocina se apilaban en una gran estantería. Dos habitaciones con dos literas dobles completaban las prestaciones de la cabaña. Se avecinaba una noche fría pero las camas estaban equipadas con gruesos sacos de dormir y unas mantas gordísimas para que durmiera como un niño.
Nos había abierto la puerta un hombre mayor de aspecto robusto. Era imposible calcular su edad. No hablaba nada de inglés así que Samuel hacía de traductor. Aunque era parco en palabras (incluso con Samuel) sus gestos y expresiones eran siempre amables y educadas y se le veía tan buena gente como la mayoría de los etíopes que conocí en mi viaje. Un pueblo altivo, orgulloso, noble, bello, honrado y extremadamente hospitalario.
Aquel hombre se negó a que le ayudáramos a cocinar y le dimos nuestros sobres de sopa, el paquete de pasta, el tomate y las latas de atún. Aproveché que aún quedaba algo de luz solar para salir a dar una vuelta por los alrededores de la cabaña.
En el prado contiguo pastaban unas vacas y cabras, propiedad de la familia que habitaba junto a nuestro refugio en dos grandes casas de madera, algo mejor avenidas que las de la aldea en la que habíamos jugado al volley. Más allá se extendía el bosque y aún más lejano aparecía un pico pelado donde la vegetación ya no encontraba oxígeno suficiente para medrar.
El paisaje era precioso y el sol comenzaba a ocultarse, creando un bonito juego de luces y sombras. La tranquilidad era absoluta y el piar de los pájaros solo era interrumpido por el mugir de una vaca o el golpeo del hacha en la leña que estaba cortando un familiar del hombre que guardaba el refugio.
La leña tenía como destino morir en el fuego para calentarnos antes del anochecer. Allí nos reunimos Samuel, el guarda y yo. El otro familiar se despidió y se metió en una de las casas cuya chimenea expulsaba una delgada columna de humo que indicaba que también era la hora de cenar para ellos.
Pincha aquí para hacer tu reserva.
Hablamos un rato, ya con los jerseys puestos, y cuando comenzó a llover decidimos entrar al refugio a cenar.
Estaba muerto. En cuanto anocheció cogí un quinqué de gas y abrí mi diario de viaje para escribir las experiencias del día. Al llegar a la segunda página se me cerraban los ojos. Fuera, la lluvia arreciaba y el metal del techo amplificaba el sonido hasta hacerlo ensordecedor. Samuel y yo nos sentíamos calentitos y a gusto y recordé que había estado a punto de traerme la tienda de campaña por aquello de dormir en la naturaleza. Menos mal que cambié de opinión porque fuera el terreno no era llano y, en estos momentos, debía estar, además, bastante encharcado.
Dejé caer el boli y hablamos un poquito más, pero ambos estábamos cansados y nuestras palabras languidecían tanto como la ténue luz del quinqué. Nos fuimos a la cama sobre las 8 de la tarde, justo después de salir el gran Casimiro con aquello de «Me lavo los dientes…» (si tienes menos de 35 años, no entenderás este comentario, pero para eso tenemos a Google). Me metí en el saco y tomé dos mantas, ya que estábamos solos y los espíritus, de haberlos, no las necesitaban. Oprimido bajo el peso de aquellas cubiertas pesadas volví la mirada hacia el techo y me dí cuenta de que la oscuridad de la habitación era totalmente impenetrable.
Escuchando el repiqueteo de la lluvia en el techo me quedé profundamente dormido. Así acababa uno de mis mejores días en Etiopía.