A las 6.30 de la mañana del lunes 30 de marzo de 2015 me encontraba en el muelle de Bahir Dar a punto de abordar un ferry que parecía querer retirarse de la circulación lo antes posible. Iba a cruzar , en un viaje de dos días, el mítico y místico lago Tana, el más grande de Etiopía.
Cerca de las cinco de la tarde de mi primer día de travesía divisábamos el pequeño puerto de Konzula, un pueblo emplazado en la orilla oeste del lago Tana. Había leído en mi guía de viaje que el factor faranji (así llaman al hombre blanco en Etiopía) era aquí exagerado y el tipo que lo narraba aseguraba que nunca antes había sido seguido por tantos niños por la calle. También comentaba que sólo había un hotel en la ciudad y había que darse prisa para coger una habitación antes de que lo hicieran tus compañeros de viaje.
Cuando aterricé en el muelle con mi mochila a la espalda no me puse a correr. Caminé tranquilo por un camino de tierra que llevaba a la calle principal de Konzula. Estaba siendo involuntariamente escoltado por un par de pilluelos que querían guiarme hasta el hotel a cambio de algo de dinero. Les dije que sabía mi camino mientras ellos me cosían con las preguntas típicas que te enseñan en tus primeras semanas de inglés. Contesté entre bromas y no me dejé liar.
Los chavales acabaron desistiendo cuando llegó un adulto para dirigirse a mí. Me ofrecía una habitación en un buen hotel que estaba cerca. Yo sabía que no era el que comentaba la guía porque conocía, más o menos, su ubicación, pero había algo en los modales y la cara de aquel hombre que me daba confianza. Decidí acceder a su petición y le acompañé.
Tras avanzar unos metros y doblar a la izquierda, nos encontramos con un edificio de una planta de paredes azules. Cruzamos su puerta principal y encontramos un pequeño bar con una puerta que daba a un patio. Allí se encontraban alineadas unas diez habitaciones que contaban con lo básico: una cama y una silla… ¡Ah!, y cuatro paredes y un techo. El dueño me pidió 100 Birr, que no los valía ni de lejos. Regateé un poco el precio y acabamos dejándolo en 80, que seguía siendo generoso para ellos.
Las instalaciones del hotel se completaban con una ducha que no funcionaba y un cuarto de cemento donde habían hecho un agujero en el suelo para hacer las necesidades. Me parecía suficiente.
Dejé la mochila en la cama y salí en seguida. Arega, el hombre que nos había traido al hotel, era profesor de Física en la escuela de Konzula y me la quería enseñar. Quedaban un par de horas de Sol y accedí inmediatamente.
Cuando llegué a la cercana escuela Arega me presentó al director del centro y unos cuantos profesores. Me enseñaron un par de aulas, el patio y un proyecto de Física en el que los estudiantes habían construído, al aire libre y con materiales que habían encontrado en la naturaleza, una réplica de una gran antena de radio. Les había quedado genial.
Pasamos los barracones donde se encontraban las aulas y, al doblar la esquina del último, se me iluminó la cara como si fuera mi primer día de Navidad en el que de nuevo recuperaba la total creencia de que los Reyes Magos existían. Vi algo que ansiaba y no esperaba encontrar en ese lugar: un campo de fútbol. Y lo que era mejor aún: estaba a punto de comenzar un partido amistoso.
Arega me miró y le dije: “¿Puedo jugar?”. Él se quedó extrañado. Llevaba puestas mis zapatillas de trekking y unos pantalones largos multibolsillos. Los chicos que estaban calentando iban totalmente equipados para jugar, pero me dio igual.
Como ya comenté en un artículo que escribí en el blog, creo que el fútbol es un idioma universal que te abre puertas y te permite hacer amigos en cualquier rincón del globo. Si tengo la oportunidad, intento jugar en todos mis viajes. Lo hice en las playas de Tailandia, en un buen campo en Isla de Mozambique, a más de 3000 metros de altitud en una aldea perdida en pleno Camino Inca peruano… Ahora tocaba hacerlo en una aldea perdida de Etiopía, y mi equipación no iba a ser un problema.
Los chavales hablaron con Arega en su lengua y me aceptaron inmediatamente. Me puse a calentar un poco y me dí cuenta de que no había comido más que unas galletas en todo el día. Mi nivel de energía no estaba muy allá, y el hecho de jugar a unos 1800 metros sobre el nivel del mar tampoco iba a ayudarme en esta faceta.
Finalmente me tiré más de una hora jugando con ellos. El nivel no era muy bueno y pude disfrutar haciendo de Xavi o Isco en el centro del campo. En cuanto hacia un par de recortes, un regate en velocidad o un pase largo al pie, se oían las exclamaciones y aplausos desde la banda. Tenía un público totalmente entregado. Físicamente algunos me superaban, pero tenía tantas ganas de jugar que me comía a la mayoría en las carreras por el balón.
El apoteosis llegó cuando me puse de portero (mi verdadera posición de toda la vida en fútbol sala) en un penalty en contra. Me tiré hacia el lado bueno y noté como mi mano tocaba el balón. Me pegué un buen golpe en las costillas al caer y vi que todo el mundo corría a abrazarme mientras me incorporaba para darme cuenta de que aquella tierra rojiza no se iba a ir nunca de mis ropas. Todo el mundo me abrazaba efusivamente: los de mi equipo y los contrarios. ¡Había parado el penalty!. Pensé. Pero no, se fueron a sacar de centro. Toqué el balón pero había dado en el poste antes de meterse. Cuando me di cuenta de que había sido gol no podía parar de reír. ¡Todas aquellas felicitaciones y no lo había parado!. Si lo llego a sacar me sacan a hombros del campo.
Disfruté como un niño y Arega acabó uniéndose al juego aunque llevaba unas pesadas botas de piel.
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Dejamos de jugar cuando ya anochecía y me despedí de todos mis nuevos amigos con abrazos y golpecitos en la espalda. Estaba cubierto entero de polvo rojo, pero me daba igual.
Después me llevó a un pequeño bar casero a cenar injera con suro. La injera es la base de la alimentación etíope. Es como un crepe grueso y oscuro hecho con harina de tef. Actúa a la vez como plato y pan. Le pones encima lo que quieras y vas comiéndotelo todo con las manos.
Cuando acabamos quiso presentarme a su mujer. Su hija era una hermosísima niña de 7 años que se llamaba Amor (pronunciado “fiker” en amárico) y no se había despegado de mi mano hasta el momento del partido de fútbol. Le había caído en gracia. La mujer de Arega era bella y joven y estaba en avanzado estado de embarazo. Fiker iba a tener compañía pronto.
Ella no hablaba mucho inglés pero nos quedamos un rato hablando, actuando Arega como traductor. El profesor me contaba cómo eran las cosas en el sistema educativo etíope, lo mucho que había que cambiar y mejorar y los pocos recursos con los que contaban. Le prometí que le escribiría desde España e intentaría ayudarle en lo que fuera posible.
La casa era humilde, de una sola pieza. Nos sentamos entorno a una mesa en la que apareció, al poco, otro injera con suro. La hospitalidad etíope no tiene límites.
Cuando Fiker cayó rendida en su cama le dije a Arega que era mejor que me fuera. El día había sido largo e intenso y debía levantarme a las 5 de la mañana para prepararme e ir hacia el ferry. Me acompañó al hotel y tomé una ducha para sacarme lo que pudiera de aquella tierra rojiza que parecía estar mezclada con pegamento en polvo. Al no haber agua corriente fui echándome cubos de agua fría por encima entre paredes colonizadas por varios tipos de telas de araña.
Cuando me tumbé en aquella cama de ese hotel de mala muerte la sentí como una de las mejores de las últimas semanas. En breve me sumí en un plácido sueño.