Gurué y el trekking al Monte Namuli de Mozambique (Parte 2)

Las vistas desde el primer valle que atravesamos
Las vistas desde el primer valle que atravesamos

La aldea a las que nos condujeron nuestras guías improvisadas estaba compuesta por casas desperdigadas en distintas terrazas de cultivo ganadas a las dulces y sinuosas montañas mozambiqueñas con el sudor de las frentes de sus habitantes.

Estrechas sendas de tierra conectaban unas casas con otras como una tela de araña desordenada que descendía hacia las profundidades del valle. Insistieron en que nos quedáramos a comer con ellos pero sabíamos que habíamos salido muy tarde de Gurué y aún nos quedaba una larga caminata hasta la zona a la que queríamos llegar.

Los niños de la aldea nos miraban desde todos lados. Los más mayores -entre 6 y 10 años- lo hacían en grupos, apoyados en la fuerza de sus amigos. Sin embargo, los pequeños se parapetaban tras las piernas de sus madres mientras éstas nos miraban sonriendo. La curiosidad vencía a su timidez y es que son muy pocos los blancos que aparecen por estos caminos cada año.

Dulce conseguía que los niños se quedaran maravillados cuando se contemplaban en su cámara
Dulce conseguía que los niños se quedaran maravillados cuando se contemplaban en su cámara

La imagen se repetiría una y otra vez en la gran cantidad de aldeas que atravesaríamos durante nuestro trekking. Al final llegamos a pensar que, quizá, en esta parte del mundo, los padres cuentan historias a los niños sobre el hombre blanco para animarles a irse a dormir. ¿Seremos el Coco de sus cuentos?. ¿Pensarán que somos caníbales como tantas veces se habrá contado a niños blancos sobre los negros del África décadas atrás?. Desde luego, si supieran la larga lista de expolios, esclavizaciones y penurias que los colonizadores hicieron pasar a los africanos, tendrían razones para asustarse.

Justo en la encrucijada de caminos situada al fondo del valle, había una escuela que consistía en dos grandes chozas de bambú y palma. Los niños -y algún adulto- salieron a recibirnos. En pocos segundos nos rodeaba un grupo de casi un centenar de personas. Nos miraban, se reían, comentaban… Si mirábamos fijamente a alguien, ese niño o niña apartaba la mirada y se escondía detrás de algún compañero.

Se relajaron un poco cuando vieron que Dulce y yo podíamos hablar portugués y conversábamos con sus profesores. Acabamos haciéndonos fotos y mostrando unos pases de baile con mi clásico arte que hace bueno al gran Pinocho, el niño de madera.

La gente de la escuela que salió a vernos
La gente de la escuela que salió a vernos

Nos despedimos de la gente de la aldea pensando que sería uno de los últimos focos poblados que encontraríamos en las restantes horas de Sol de la jornada. ¡Qué equivocados estábamos!.

Las montañas de Mozambique rebosan vida. Vida humana. La agricultura es el medio de vida de un gran porcentaje de la población mozambiqueña y los fértiles suelos de esta región han atraído a muchas familias que viven en un escenario de gran belleza.

Comenzamos a ascender la grieta que separaba dos monumentales montañas cercanas a los 2.000 metros de altitud y las condiciones se hicieron realmente duras.

Habíamos caminado ya más de 5 horas bajo un Sol abrasador y, aunque el calor comenzaba a remitir sobre las 4 de la tarde, las empinadas cuestas ya hacían mella en nuestras piernas. Además, como auténticos caballeros, Ophir y un servidor habíamos dejado que fuera Dulce la que cargara con la mochila más liviana durante todo el camino. Yo, pensando -erróneamente- que iba a ir sobrado de fuerzas, decidí cargar con la mochila más pesada y lo acabé lamentando amargamente.

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Las rampas parecían no acabar nunca.

Ophir "Gandalf" con su vara mágica marcaba la senda
Ophir «Gandalf» con su vara mágica marcaba la senda

Ophir y Dulce comenzaron a abrir hueco y, al doblar una curva, dejé de verlos. Decidí no acelerar el paso y descansar siempre que lo necesitara. Era imposible perderse y no me encontraba solo, pues me cruzaba con campesinos cada 100 metros. Llené mi botella de agua de un manantial natural, le eché su correspondiente píldora potabilizadora y seguí el ascenso.

Media hora más tarde me reencontré con Ophir y Dulce, que, sentados y con una sonrisa en sus rostros, me veían doblarme, empapado en sudor, bajo el peso de mi mochila. No podía más. Estaba totalmente exhausto y me negaba a dar un paso más. Llevábamos unas 7 horas caminando.

Discutimos nuestras situación. Nuestra idea inicial era acampar en medio de la nada; disfrutar de la soledad y las vistas, echarnos unos rones de coco y sentir la magia de las montañas de Mozambique en un amanecer silencioso. Nada más lejos de la realidad. Era imposible caminar más de cien pasos sin encontrarte con una casa o un campesino, o ambos los dos.

Así que claudicamos y decidimos pedir que nos dejaran plantar la tienda en cualquier lugar plano de la próxima aldea. Cinco minutos más tarde Dulce conversaba con una mujer que había salido a vernos a la puerta de su bonita casa. Ophir y yo estábamos calculando las dimensiones del claro llano que había frente a la edificación, fuera de su recinto. Dulce nos dio la noticia de que podíamos acampar allí mismo.

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Nuestros anfitriones preparando la cena
Nuestros anfitriones preparando la cena

Sacamos las piquetas y comenzamos a levantar las dos pequeñas tiendas. Instantáneamente, todos los niños de la aldea (unos 40 ó 50) comenzaron a llegar desde las casas y se agolparon a nuestro alrededor. Observaban maravillados cómo clavábamos piquetas aquí y enlazábamos palos allá. También los adultos de la casa de en frente se asomaron. Eran todas mujeres. Los hombres estaban vendiendo mercancía en Gurué.

Al poco rato, la misma mujer con la que había hablado Dulce, se nos acercó. Con una mirada tímida nos dijo que no quería que acampáramos ahí fuera sino que nos invitaba a pasar la noche en su terreno. Les dijimos que no era necesario pero acabamos aceptando ante su insistencia.

La familia de Namuli -así se llamaba el joven patriarca de esa familia- nos abrió las puertas a la cultura de las gentes de la montaña. Su hospitalidad no tenía límites y la experiencia de nuestras últimas tres noches en las montañas de Gurué es digna de ser contada, de manera extensa, en otros artículos.

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