
Tras una tediosa y húmeda noche en la que permanecí en vela y sentado dentro de mi tienda de campaña encharcada, por fin el gallo anunció la salida del Sol, abrí la cremallera y fui a despertar a Dulce y Ophir. Serían sólo las 6 de la mañana, pero me parecía increíble que ese par pudieran estar dormidos con la cantidad de agua que había entrado en nuestros habitáculos de lona. Pues lo estaban.
Conseguí despertarlos y nos dispusimos a hacer el desayuno con la ayuda de nuestro camping gas. La familia Namuli ya estaba dedicada a sus quehaceres cotidianos. Por fin conocimos al patriarca.
Namuli era un tipo muy parecido al excéntrico jugador de basket Dennis Rodman. Lucía cazadora de cuero de motorista, combinada con unas sandalias que pedían su retirada desde hace más años que el ex rey Juan Carlos, una camiseta raída y unos bermudas que algún día fueron azules pero habían desteñido para hacer de lienzo perfecto para una multitud de manchas parduzcas.
Su amabilidad y calor humano se apreció en el saludo. Nos besó a los tres en las mejillas y nos abrazó. Nos quedamos perplejos, sin saber cómo reaccionar ante un jefe de aldea tan bondadoso. Les dimos las gracias por su hospitalidad y le preguntamos datos prácticos sobre la parte del camino que nos quedaba por cubrir para llegar al sagrado Monte Namuli, el segundo más alto del país con sus 2.413 metros.

Y aquí aprendimos una lección más sobre África: la mayoría de su población tiene una apreciación de tiempo y espacio muy distinta a la que tenemos en Europa.
El bueno de Namuli nos dijo que el monte homónimo se encontraba a no más de 3 ó 4 kilómetros en la misma dirección por la que íbamos el día anterior. Sonreímos, nos miramos, y le preguntamos si suponía una molestia el hecho de que dejáramos nuestras cosas en las tiendas de campaña para poder partir más ligeros. Namuli le restó importancia al asunto y nos dijo que podíamos quedarnos a dormir allí de nuevo esa noche. Añadió: «Esta vez, mejor debajo del techo del patio, porque lloverá de nuevo». Con eso nos recordaba que habíamos sido unos inútiles al rechazar la oferta que el día anterior nos había hecho su mujer. No quisimos molestar y parecía que no iba a llover de la manera que lo hizo. En esta ocasión le haríamos caso.
Antes de las 7.30 de la mañana ya estábamos en marcha. Sólo llevábamos agua y nuestras cámaras en un par de mochilas pequeñas. Todo lo demás lo dejamos en las tierras de Namuli.

Enfilamos el sendero que ascendía por la ladera y un grupo de unos 10 niños comenzó a seguirnos a cierta distancia. Yo cerraba el trío y comencé a darme la vuelta e intentar entablar una conversación con ellos. Los chiquillos me miraban tímidamente. Los más pequeños apartaban la mirada y se escondían tras sus hermanos, pero todos sonreían y cada vez se acercaban más.
De entre todos me llamó la atención una preciosa niña que no debía tener más de 7 años. Cargaba a sus espaldas a su hermano pequeño de año y medio. Ella fue la primera en hablarme. Me dijo que iban camino de la iglesia porque era Domingo e iban a rezar. Me preguntó si queríamos acompañarles.
Habría sido una experiencia pero Ophir tenía ciertas reticencias por el revuelo que solía generar su gran parecido a Jesucristo. Y tenía razón. Llevábamos todo el viaje por Mozambique con lo mismo y se había convertido en una especie de nuevo Mesías. Yo me partía, pero a él dejó de hacerle tanta gracia después de un tiempo.
Salimos de la aldea y el terreno se allanó bastante. Caminábamos bajo un cielo raso donde el Sol ya calentaba sobremanera a las 8 y poco de la mañana.

Uno de los jóvenes que estaban pululando la tarde anterior por la casa de Namuli nos acompañaba en el camino. Hablamos un poco con él y le dijimos que no se preocupara, que iríamos a nuestro ritmo y no queríamos retenerle, pero él no nos dejaría en toda la jornada.
La senda de tierra serpenteaba entre campos de maíz, arbustos, aldeas y alguna escuela. Cada poco nos cruzábamos con mujeres portando pesadas cargas sobre sus cabezas, niños que iban a la escuela, hombres con la azada al hombro y, los más afortunados, guiaban una bicicleta cargada hasta los topes con la mercancía que iban a intentar vender en algún lugar de aquella remota región mozambiqueña.
Al rato nos encontramos con un río lo suficientemente ancho como para tener que cruzarlo a nado o caminando con el agua por los muslos. Nuestro amigo nos dijo que no era profundo y nos invitó a tomar la segunda opción. Nos quitamos la zapatillas y nos adentramos en el río sintiendo, al instante, el alivio de la acción de sus frías aguas sobre nuestra abrasada piel.

El lugar invitaba a quedarse y relajarse pero nuestro guía improvisado nos apremió para que siguiéramos caminando a buen ritmo. Nosotros no entendíamos nada: «¿No ha dicho Namuli que estábamos a no más de 4 kilómetros?«. Según nuestros cálculos y teniendo en cuenta que apenas habíamos hecho paradas, ya teníamos que haber llegado al monte sagrado.
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Proseguimos la marcha y el mediodía nos sorprendió en medio de un inmenso claro donde no podíamos cobijarnos del inclemente Sol. Llevábamos caminando casi 5 horas y ni rastro del Namuli. Las reservas de agua ya eran escasas y preguntamos por un manantial donde poder rellenar las botellas.
Una hora más tarde encontrábamos un exangüe río cuyas aguas bajaban con la suficiente fluidez como para atrevernos a embotellarla. Echamos la pastilla potabilizadora y continuamos caminando.

Cerca de las 2.30 de la tarde llegábamos, al fin, a la aldea donde habitaba la Rainha da Montanha. Nuestras esperanzas de subir el Namuli y regresar a casa de nuestro anfitrión se habían desvanecido hacía horas. No sólo teníamos que conseguir la bendición de la reina para poder subir el monte sagrado tranquilos, sino que además íbamos a tener que pedirle asilo en aquella aldea donde tan sólo podíamos ver tres o cuatro casas que parecían querer ceder ante la fuerza del Sol y caer rendidas a nuestros pies.
A Rainha (La Reina) no estaba. Había ido al mercado -parecía imposible creer que había un mercado cerca de aquella nada- y no se sabía cuándo volvería. Tomamos asiento en el suelo, nos hicimos una ensalada de aguacate, cebolla y tomate y esperamos a Su Majestad.