Portrush: pesca, surf y playa en Irlanda del Norte

Deporte y tranquilidad en uno de los pueblos más bonitos de la costa de Irlanda

Mirador en el pueblo de Portrush

Cuando llegas al pequeño pueblo de Portrush, en el condado de Antrim (Irlanda del Norte), respiras el aire marino y la tranquilidad propia de las localidades junto al mar. No más de 6.500 habitantes están censados aquí, pero su popularidad como resort veraniego hace que se multiplique su población durante los meses estivales.

Nosotros pasamos un par de días de junio disfrutando del lugar.

Pescando frente acantilados y castillos

pesca irlanda del norte
Thomas el vikingo, con su porte de pescador

Llegamos a Portrush de noche, tras un día en el que habíamos visitado la misteriosa isla de Rathlin, las pasarelas entre los acantilados de The Gobbins y la famosa Calzada del Gigante.

Al tocar la cama del hotel, caí rendido. Además, a la mañana siguiente tendría que encontrarme a las 6 con mis compañeros de viaje. Pensaba que me iba a costar despertar, pero en un lugar donde el sol sale a las 4 y poco y las persianas no existen, lo complicado es seguir durmiendo a partir de esa hora.

Cuando me reuní con los alemanes Mirko, George y Anna, el danés Thomas, la belga de nombre impronunciable, la francesa Anne y el gran Billy (nuestro guía) rezumaba un incontenible buen humor del que mis compañeros se sorprendían.

George, con el castillo de Dunluce de fondo

Nos íbamos de pesca en alta mar. Además, más vale que se nos diera bien la cosa, porque nuestro desayuno sería lo que capturáramos.

Bajamos caminando al puerto y allí conocimos a Richard, el capitán de nuestro barco, y Angus, un personaje que, tras jubilarse, hacía este tipo de excursiones porque le encantaba el mar, la gente y las anécdotas (no necesariamente en ese orden). Un poco más tarde, llegaría Wendy, una chica que había nacido en Portrush y amaba aquella zona.

Tras una breve explicación de lo que íbamos a hacer, Richard encendió el motor y salimos del puerto.

Comenzamos a avanzar bajo las grises nubes, que se confundían con el color azul grisáceo del mar. A nuestra derecha dejábamos la costa de la península de Ramore Head. Cuando salimos a mar abierto, sorteamos los islotes de roca llamados The Skerries. En ellos solo habitan aves marinas que allí anidan y encuentran un descanso de sus tareas pesqueras.

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Mirko, el gran pescador

Siguiendo hacia el este, nos comenzamos a acercar a los acantilados de la costa.

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Cuando teníamos a tiro las bellas ruinas del castillo de Dunluce – construido en el siglo XIII y que domina el verde acantilado -, Richard paró el motor y comenzamos a soltar el hilo de las cañas. En menos de cinco minutos llegaron las primeras capturas.

Nos contaba Richard que en estas aguas la captura más común era la caballa – «mackerel» en inglés – y tenía toda la razón. De todos los peces que cogimos, tan sólo uno fue de una especie distinta.

Los vítores y risas se sucedían según íbamos teniendo éxito con los anzuelos. El desayuno de todos estaba asegurado tras la primera parada, siendo mi amigo alemán, Mirko, quien más destreza demostraba. Yo fui un desastre. No sería hasta la tercera parada, en un lugar en el que había una cantidad abundante de peces, cuando realizara mi primera captura. Al final, ya casi sonando la bocina, me había ganado mi rico desayuno.

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La caballa que cogimos, lista para ser cocinada

Angus nos enseñaba cómo se fileteaban las caballas. Un corte para separar la cabeza, y un tajo por cada lado, que separara el lomo de la espina. Parecía muy sencillo, pero nadie se aventuró a probarlo. Las gaviotas nos seguían, celebrando cada fileteado de caballa lanzándose a por las sobras que eran tiradas al mar.

Tras un par de horas en el mar, regresamos al puerto y fuimos a la cafetería Babushka. Allí nos ayudaron a entrar en calor, dándonos a probar cafés de distintas partes del mundo. Mientras, de la cocina comenzaba a emanar el delicioso olor de nuestros pescados concinándose.

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Finalmente los comimos en una tostas de pan con aceite, tomate, lechuga y algunas especias. Estaba ríquisimo.

Sin duda, fue una mañana divertida.

Para más información: Causeway Coast Foodie Tours

Surf en Portrush

surf irlanda

Tras descansar unas horas, por la tarde tocó el turno del surf.

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A pesar de haber vivido 8 años en Irlanda, nunca probé el surf en sus costas. Hasta entonces lo había practicado en Cantabria, Lanzarote, País Vasco y Tenerife, así que añado mi primera lección surfera en el extranjero a mi lista.

Esa tarde seguimos con nuestra espectacular suerte con el clima. No solo no llovió, sino que justo después de que los chicos de Troggs Surf School nos repartieran los trajes de neopreno y las tablas, el sol salió de detrás de las perennes nubes irlandesas y nos calentó antes de entrar a las frías aguas.

portrush surf

Los monitores nos dieron unas nociones básicas para que pudiéramos disfrutar el mayor tiempo posible en el agua de las 2 horas y media que teníamos para realizar esta actividad.

Me lo pasé genial, pero lamenté la lesión de muñeca que no me permitía realizar con comodidad el movimiento de impulso para ponerme en pie sobre la tabla.

El surf me encantó desde la primera vez que lo practiqué y creo que es un deporte completísimo y que engancha en cuanto lo pruebas. El entorno natural suele ser otro de los atractivos del surf, y en Portrush, sin duda, se cumplía esta regla.

Para más información: Troggs Surf School

Paseando por la playa de Portrush

portrush playa
Mi preciosa playa en Portrush

Tras cambiarme de ropa, decidí no seguir a mis compañeros (que se iban a The Dark Hedges, una de las más famosas localizaciones de la serie Juego de Tronos) y darme un largo paseo por la enorme playa de Portrush.

A esas horas ya estaba claro: el sol había venido para quedarse. Y eso, en Irlanda, yo sé que es algo que hay que aprovechar al aire libre.

Comencé a caminar por los más de 4 km de arena blanca de la playa de Portrush, disfrutando de mi soledad (algo básico que hay que hacer en cualquier viaje en grupo) y sin saber hasta dónde iría. Apenas había gente. A un lado, dunas coronadas por la verde vegetación. Al otro, el mar, que con el sol luciendo recuperaba su precioso tono azul oscuro. Algo más allá, las Skerries.

Ese bello paisaje me acompañó hasta el final de la playa, cuando ya comienzan los acantilados de roca y puedes vislumbrar el castillo de Dunluce.

Hacer el camino de ida y vuelta, a paso tranquilo, me llevó un par de horas. Caminaba observando a la gente, aspirando el aire irlandés, sintiendo el viento en mi cara y sumiéndome en mis propios pensamientos, siempre dedicados a un amor intenso por el que sigo luchando. Mientras miraba al horizonte salvaje de la costa de Irlanda, le intentaba mandar, telepáticamente, estas palabras: «solo lo que puede salir mal, merece la pena intentarse». A ella le habría encantado este paisaje. Ya conoce Irlanda y creo que la amó tanto como yo. Quizás algún día… Seguro que sí…

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