La bruma nos embosca suavemente a medida que avanzamos por el meandro del río.
Dos paisajes enfrentados se disputan nuestra atención. A un lado, colinas oscuras vestidas de un hermoso bosque; al otro, vides de colores, ahora grises, recubren de manera imposible la escarpadas laderas. El silencio solo es interrumpido por el ruido del motor de la lancha que nos adentra en este sueño.
La orilla a ambos lados del Miño está llena de recovecos que disparan la imaginación. No hay otro lugar en el mundo donde pudieran arraigar las Xacias, esa especie de sirenas de río de la mitología gallega cuya leyenda me hace temer estas oscuras aguas. De repente, las nubes se disipan y explotan los colores por todas partes.
La Ribeira Sacra, que debe el origen de su nombre a la mezcla entre lugar entre ríos y sagrada (por ser la zona con mayor concentración de monasterios románicos de toda Europa), es la frontera entre lo mediterráneo y lo oceánico, y es por ello que aglutina el 60 % de la flora de todo Galicia. En sus asombrosos bosques podemos distinguir hasta 50 especies diferentes de árboles y arbustos.
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Quinta Sacra, un sueño con raíces
Luisa amarra la embarcación mientras desembarcamos en su universo personal. Habiendo estudiado y trabajado en Londres, en 2007 decidió dejarlo todo atrás para empezar esta aventura de reencuentro con sus raíces y construir aquí, en un antiguo vertedero sobre la ladera de un río olvidado, un lugar inolvidable.
Quinta Sacra se distribuye en varios niveles a lo largo de la empinada vertiente, cada uno es un decorado diferente que alumbra el río.
Arriba, en una antigua taberna, un delicioso vermut es servido junto al queso local. Afuera nos espera una terraza revestida de flores en cuyas mesas de madera envejecida degustamos la vistas únicas del embarcadero, amueblado con barcas de paso y sofás.
Las barcas de paso son vestigio y símbolo de la particular vida que las gentes de estos lares practicaron desde tiempos inmemorables. Antes de la construcción de los embalses de Peares (1955) y Belesar (1963), que llevó a la desaparición de infinidad de pueblos de la ribera y de sus zonas de cultivos, estas barcas eran la única vía de enlace para los lugareños cuyas vidas estaban partidas por el río. Hogares a un lado y tierras de cultivos a otro, las barcas, poco mas que cajones de madera sin quilla empujadas por largas varas, realizaban el intercambio de personas y productos en estos desfiladeros donde los puentes más cercanos estaban a más de 30 km de distancia.
Cultivos imposibles y ancestrales
La carretera se ondula entre robles y fresnos, mientras el río nos acompaña desde el fondo del valle. El camino está salpicado de viñedos. Las hojas de parra son amarillas y rojas. Las vertiginosas terrazas desafían a la lógica, ¿Cómo pueden cultivar aquí? ¿Es sólo para presumir de la belleza resultante?
Se dice que fueron los romanos los primeros que empezaron a sembrar estos montes para exprimir el néctar de sus uvas, aunque hay quien afirma que el oro del Sil fue lo que les atrajo verdaderamente al lugar. Los estudios más recientes confirman que los muros que separan las terrazas fueron levantados en el siglo X. Una antigüedad suficientemente asombrosa.
En esa época existían diferentes comunidades religiosas en el lugar. Anacoretas que vivían y cultivaban en libertad.
Esa parece una plausible explicación para la creación de estos heroicos viñedos en estos recónditos parajes. Sea como fuere, esa arcadia medieval se esfumó cuando la Orden del Cister extendió su poder en la región e instauró su lema “Ora et Labora” de este a oeste. Así, transformaron el paisaje de manera portentosa en un espacio de producción vitivinícola en el que llevaron los “pataos” (las terrazas) hasta las lindes del río.
Visitando bodegas locales
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El balcón de la bodega Regina Viarum sobrevuela el panorama de viñedos inabarcables con la vista y dorados por el sol.
Una visita a una de las bodegas locales es de obligado cumplimiento. El olor de los toneles es penetrante. Las uvas prensadas en las cisternas han sido recogidas a mano y transportadas en la espaldas de los héroes locales por pendientes de mas del 10%. Algunas cestas sobrepasan los 25 kilos. Quizás la mezcla de este conocimiento con la singularidad de la uva mencía local hacen que a un paupérrimo bebedor de vino como el que les escribe estas líneas le parezca especialmente rico el brebaje.
En el restaurante Vértigo, incrustado en la bodega, nos alimentan como a viajeros cansados. Lucas Bustos, experimentado chef mendocino, sabe conjugar como nadie la experiencia aromática del vino y la profundidad gustativa de una cocina muy conectada con la geografía y la historia locales.
Mirada a una vida en el Museo Etnográfico de Arxeriz
En el museo etnográfico de Arxeriz se destripan los secretos de las culturas y tradiciones locales.
Un lugar fascinante que recomiendo fervorosamente a cualquiera que tenga el placer de deambular por la zona. En este pazo del siglo XVII, que nos aguarda tímidamente iluminado, nos enteramos de que 31 pueblos quedaron anegados cuando se construyeron las presas del Sil y del Miño. Pueblos a los que jamás podrán regresar sus paisanos, cuyos recuerdos se ahogaron para siempre bajo las aguas de los ríos.
O de que, en la “lareira”, lugar donde se hacia el fuego para cocinar, ya habían inventado las mesas plegables antes que Ikea. Y que con un solo dedo, al igual que en nuestra vitrocerámica, se podía regular la temperatura de la cocción, simplemente alejando o acercando la caldera que pendía del burro.
El Palacio de los Condes de Lemos, un gran lugar para descansar en la Ribeira Sacra
La noche ya está presente cuando llegamos al Palacio de los Condes de Lemos.
Convertido en la actualidad en un Parador, corona desde una imponente colina la ciudad de Monforte de Lemos. En la habitación doble el ambiente es pesado, pero agradable. Se intuye un olor a incienso y sus anchos muros de piedra emanan frialdad. Me siento como un hidalgo de antaño y percibo una extraña aureola de espiritualidad. Al correr las cortinas, me sorprenden las luces de Monforte de Lemos, que dormita a mis pies.
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Esta noche dormiré profundamente, el estado de asombro que me ha acompañado durante mi visita a la Ribeira Sacra me ha dejado agotado. Sus ríos, sus bosques, sus viñedos… Y, sobre todo, la sensación de que este paraíso gallego, presumido e imperturbable, ha anidado para siempre en algún rincón de mi memoria.