El ser humano tiene eso: le gusta tropezar varias veces con la misma piedra.
El sábado había subido a la bici para realizar dos rutas de mountain bike en la comarca aragonesa de Sobrarbe. La primera me había demostrado que no daba la talla para un reto así, y la segunda la salvé, siendo generosos, con un aprobado por los pelos.
Los amigos de Bikefriendly me habían comentado que la ruta del domingo era más corta (unos 20 km) pero las rampas de los primeros 10 eran constantes y algunos tramos estaban expuestos al viento. El sábado, tras acabar la segunda ruta, no veía la cosa nada clara y el hecho de que Gonzalo (del blog El Tío del Mazo y uno de los tres que estábamos incluidos en el grupo de prensa especializada en bicicleta ese fin de semana) decidiera no montarse en la bicicleta el domingo por la mañana me dio pie a pensármelo yo también.
La alternativa no era nada mala: quedarse a tomar el sol en la piscina del gran hotel Barceló Monasterio de Boltaña. Muy tentador.
Cuando Carlos me vio dudar, supo con qué tentarme: «David, los paisajes que vas a ver mañana son una pasada y además hemos pedido una bici eléctrica para ti«. Bici eléctrica… Bici eléctrica… Esas dos palabras resonaban en mi cabeza como música embriagadora. Como si a un político español le dijeran Inmunidad para robar lo que quieras… Inmunidad para robar lo que quieras… Carlos me había convencido con muy poco. Soy así de facilón.
La noche del sábado tuvimos una cena muy especial (con monjes incluidos… No en el menú, sino como maestros de ceremonias) y a las 12, cual Cenicienta, me fui corriendo a mi habitación antes de caer dormido sobre la mesa tan bellamente dispuesta.
Camino de Espierba
Mostrando una cara de dormido que daba miedo, saludé a Carlos, Raúl y Esteve en el buffet del desayuno. Decidí sustituir las chistorras del día anterior por un piquito de tortilla de patata que complementé con abundante fruta y un pequeño dulce. Me había levantado bastante recuperado y, salvo un pequeño dolor en la zona donde la espalda pierde su nombre (eso pasa por pedalear en bañador), no tenía más problemas físicos.
Los tres cracks ya estaban equipados con sus maillots y culottes, todo muy francés, por cierto. Yo también estaba con mi indumentaria puesta, pero nadie podría decir si me iba a la piscina o a montar en bicicleta. Me gusta mantener el suspense hasta el último segundo. Así soy yo.
Cuando vi mi máquina eléctrica, casi se me cae una lagrimilla. Esa pequeña batería negra iba a hacer que mi sufrimiento, esa mañana, fuera regulado al que quisiera autoimponerme. Y creedme, no tenía ganas de fustigarme demasiado.
Para familiarizarme, di una vuelta con ella por el aparcamiento del hotel y probé las 3 marchas que tiene la bici. Es más pesada, pero tanto en segunda como en tercera se nota mucho la ayuda.
Cargamos nuestras bicicletas en la furgoneta y emprendimos el camino de 45 minutos que teníamos entre Boltaña y Espierba, un pequeño pueblo muy cercano a Bielsa. Condujimos por las estrechas carreteras de montaña donde motoristas y ciclistas se declaraban reyes casi absolutos del asfalto, respetándose al máximo unos a otros. Como debe ser.
No sabía que nos encontrábamos tan cerca de Francia hasta que vi un cartel que rezaba que tan sólo 12 km nos separaban del país vecino. Alguien propuso ir a echar una meadita y volver, pero teníamos prisa.
El paisaje era bellísimo. Bosques cerrados, un río que aparecía y desaparecía tras los recodos, montañas y el bonito embalse de Bielsa, situado poco antes del mirador donde aparcaríamos la furgoneta.
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Comienzan las rampas frente a Monte Perdido
Las vistas del mirador de salida eran espectaculares, con varios picos acompañando al gigante Monte Perdido (3.355 msnm) y sus cumbres aún blancas por las nieves. Más abajo, los bosques cubrían el valle de Pineta, donde las aguas azul grisáceo del río Cinca fluyen sin control.
Nos montamos en las bicis y comenzamos a pedalear. Me permití el lujo de no enchufar el motor eléctrico durante los primeros minutos. La ascensión aún era leve y quería romper a sudar lo antes posible ya que la mañana era medio fría, con el termómetro luchando por rebasar los 15 grados.
Raúl comenzó tirando muy fuerte y no tardaríamos en perderlo de vista. Esteve (director de la revista Mountain Bike, crítico musical gran chaval y mucho más) y Carlos iban chino-chano, subiendo a un buen ritmo constante… Y yo… Yo empecé a jadear al poco rato y di al botón que me hacía feliz. Comenzó a sonar un ronroneo eléctrico y, como por arte de magia, me convertí en el nuevo Contador. Con algo de trampas, pero el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
La bicicleta eléctrica está demonizada en algunos círculos pero a mí me parece un gran invento. Al poder regular la potencia, tú decides a qué ritmo y con qué resistencia quieres pedalear. Pone al alcance de un público más amplio una serie de rutas de gran belleza paisajística pero cuya dureza las haría imposibles para la mayoría de los mortales.
Mi experiencia fue magnífica. Pedaleé durante más de una hora. Al principio me exigí bastante más y sudé copiosamente, pero en el tramo final, cuando la pendiente de las rampas se intensificó, puse la tercera marcha y me dediqué a disfrutar del impactante paisaje.
Vistas, vacas, marmotas y naturaleza en estado puro
Durante toda la ascensión estuvimos solos. Me detuve varias veces a sacar fotos y observar la naturaleza sin que me faltara la respiración, disfrutando de un gran día al aire libre. En las paredes rocosas del otro lado del valle, cascadas de agua caían de las zonas de nieve cercanas a los picos. El río Cinca se veía perfectamente desde los balcones naturales que jalonaban la pista pedregosa.
En menos de 9 km pasábamos de 1.400 msnm a 2.100, cambiando el paisaje y la vegetación. Dejando atrás la zona de árboles, cerca del final de las rampas, alcancé por fin al gran Raúl, que seguía subiendo a un ritmo endiablado, con la única ayuda de sus fuertes piernas. El viento barría con fuerza esta parte de la ruta y unas cuantas vacas nos miraban estupefactas, como preguntándose qué hacían por allí esos locos.
Paré de nuevo a tomar unas fotos preciosas y Raúl me rebasó. No le volví a ver cuando me puse en marcha porque se había parado detrás de un montículo. Me quedé solo en la cabeza y seguí adelante. Mi cuentakilómetros marcaba 10 km y, según Carlos, teníamos que recorrer 12 km de ida y otros tantos de vuelta. Al poco, me detuve a esperar a mis compañeros.
Justo cuando llegaba a una hermosa planicie de hierba, moteada por parches de nieve, vi como se cruzaba un animal a toda velocidad. No puede ver lo que era. Se escondió bajo una gran roca y se quedó observándome. Era una marmota. Nunca había visto una en estado salvaje. Dejé la bici y comencé a acercarme lentamente, pero en cuanto estuve a unos metros de ella, se metió en su madriguera.
Allí esperé, refugiándome del frío viento tras la roca bajo la que vivía la marmota. Al poco llegó Raúl para avisarme de que debíamos iniciar el descenso.
Ya sin el motor eléctrico enchufado, el descenso fue una gozada. La pista, ancha y sin grandes rocas, no exigía mucha técnica y bajé a una velocidad bastante decente.
Esteve y Carlos se entretuvieron haciendo unas fotos en los dominios de la marmota antes de descender como dos flechas.
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Ya juntos en la furgoneta, con el sol llenando de distintos tonos el valle de la Pineda, comenzamos el regreso a Boltaña.