Ölüdeniz es uno de esos lugares al que me gustaría haber llegado hace cien años. O Doscientos.
La belleza natural de este lugar es algo que me resulta muy complicado describir con palabras. Ni siquiera mi cámara, de baja calidad, puede capturarla adecuadamente. Es uno de esos sitios que tienes que ver con tus propios ojos para darte cuenta de la magnitud de su beldad. No en vano, sus playas -la del pueblo y la de la archiconocida Blue Lagoon– han sido elegidas, en numerosas ocasiones, entre las 5 mejores del Mundo. Es cierto que estas clasificaciones son muy subjetivas y obedecen a multitud de intereses comerciales, pero doy fe de que yo no he encontrado aguas como esas en casi ningún lado.
Vi por primera vez Ölüdeniz surgiendo de entre las ramas de los pinos. Venía caminando por la Ruta Licia -un trekking espectacular que cubre la distancia entre Antalya y Fethiye- y, al torcer un recodo del camino vi la Blue Lagoon (Laguna Azul). Sus aguas reflejan distintas tonalidades entre azul y verde. Está enmarcada en unas montañas totalmente cubiertas por pinos mediterráneos cuyas faldas mueren en la laguna. Sólo una orilla tiene un parche de arena que no está explotado comercialmente y allí fue donde me dí mi primer baño tras una noche en la que sufrí la peor tormenta de mi vida.
Disfrutaba sumergido en el agua fría mientras miraba a mi alrededor. Sólo verde y montañas. Pájaros y más agua de varios colores. La laguna estaba sumida en una paz que no tardarían en romper las decenas de turistas que desayunaban ya en sus resorts. Algunos a orillas de esa misma laguna. Y es ése, a mi juicio, el cáncer que hace que Ölüdeniz no sea, hoy en día, el paraíso que debió ser cuando los licios caminaban por estos bosques y navegaban, con sus barcos llenos de mercancías, por estos mares.
En los años 70 la industria turística británica descubrió esta adormilada localidad costera. Cuatro décadas más tarde uno debe mirar su mapa como diez veces para asegurarse de que se encuentra en Turquía. Ölüdeniz sólo forma parte de la patria de Atatürk sobre el papel. En la práctica es una hija más de la pérfida Albión. Y éso no me gustó.
Tras el baño me cargué la mochila a la espalda y caminé el kilómetro que separa la playa a la que descendí desde la montaña del pueblo en sí. Cuando llegué al paseo marítimo de Ölüdeniz me quedé boquiabierto.
Bares -con carteles y pizarras mostrando mensajes en inglés-, restaurantes, agencias de viajes, tiendas de souvenirs, algún pequeño hotel… Muchos lugares anunciaban «happy hour» en la que cócteles variados se ofertaban a 5 libras esterlinas. Sería un buen calentamiento para acudir bien cocidito a la fiesta de la espuma que tendría lugar aquella noche en el primer bar de la calle. Todos los precios aparecen en grande en libras esterlinas. Entre paréntesis los ponen en liras turcas, por si a algún «loco» se le ocurre pagar en la moneda local.
Todo el mundo habla inglés en Ölüdeniz. Principalmente porque creo que hay más británicos que turcos en este lugar. Familias de todas las edades, parejas, grupos de amigos… Inglaterra ha utilizado para esta conquista pacífica a gentes de todo tipo.
Paseé por las calles interiores a un ritmo muy pausado. Yo era como un color fluorescente en un oscuro cuadro de Caravaggio. No pintaba nada en ese lugar. Enfundado en mis pantalones multibolsillo, camiseta manchada de tierra y agua salada, cargaba una mochila de montaña con capacidad de 80 litros de la que colgaba, atada en su exterior, una tienda de campaña. La gente a mi alrededor vestía bañador y chanclas, tomaba mojitos, compraba alhajas, comía pizzas o kebabs o se informaba sobre la actividad reina de la zona: el parapente.
Mientras me bañaba en la Laguna Azul había visto aparecer en el cielo decenas de grandes cometas descendiendo desde los más de 1.900 metros de altitud del cercano monte Babadag. Tiene que ser increíble la sensación de lanzarse desde esa imponente cima a tan sólo 5 kilómetros de la bonita costa de Ölüdeniz. Se oían los gritos de los atrevidos cuando sus instructores de vuelo hacían piruetas y tirabuzones para bajar de un modo más vertical. Por lo que vi en los carteles de las múltiples agencias de parapente, el precio de un vuelo ronda las 60-70 Libras (GBP). Aunque tenía ya programado mi primer vuelo en cometa en Uribe ahora me arrepiento un poco de no haber probado allí. Las vistas tienen que ser impagables.
Finalmente me dejé caer en la silla de uno de los muchos restaurantes y me zampé una buena tortilla de tomates y champiñones. No había comido nada desde las 4 de tarde del día anterior y estaba muerto de hambre. Pero eso fue todo para mí en Ölüdeniz aquella jornada. En cuanto acabé de comer me cargué la mochila al hombro y tomé un Dolmus -bus colectivo turco- que me llevó a la carretera secundaria que desembocaría en la Ruta Licia. Así seguía mi camino.
Conformé fui ascendiendo la ladera montañosa, alejándome de Ölüdeniz, fui adquiriendo una visión aérea de la zona. La costa desde ese punto es aún más bonita. Se vislumbran calas e islas lejanas (Gemir) y el verde lo cubre todo. El pueblo en sí, sin embargo, no gana desde la altura. Más hoteles, más piscinas, más complejos. Más de lo mismo.
Regresé un par de días más tarde para darme un baño en la playa grande y tomar el Dolmus de vuelta a Fethiye, desde donde partiría mi autobús nocturno hacia Estambul. La playa es de piedra blanca y el agua es indescriptible. Decir clara o cristalina…Incluso limpia. Todo se queda corto. Podía ver los peces simplemente mirando desde la orilla. La temperatura era perfecta: 26 grados a mediados de Octubre. Me tendí en la toalla y descansé un par de horas tras tres días de duro trekking por las montañas de la zona.
En definitiva, Ölüdeniz es un lugar realmente bello donde la diosa naturaleza no ha escatimado en presentes pero el ambiente es el de un resort veraniego inglés donde la fiesta y el ruido están muy presente. Cada uno que decida sabiendo lo que se va a encontrar, porque para gustos, los colores.