
La experiencia de aterrizar en La Paz de noche, se convierte en la primera introducción a la enorme magnitud de esta ciudad cuando abandonamos su pequeño aeropuerto. Conforme nuestro vehículo emprende el sinuoso recorrido cuesta abajo, hacia el centro por la Ruta Nacional 3, la Avenida Baptista o Bustamante, un pequeño milagro se hace perceptible primero a través de las ventanillas del lado derecho y después a ambos lados.
Al mirarlo de arriba abajo, el negro cielo muda progresivamente los puntos blancos, las lejanas estrellas a las que nos tiene acostumbrados, en amarillos y naranjas. Donde antes había millones de cuerpos celestes ahora – porque no hay contornos ni relieves perceptibles – se adivinan centenares de miles de personas a juzgar por lo que suponemos es el alumbrado en la distancia.
El zigzagueante valle de Chuquiago Marka, tiene sus colinas cubiertas de casas de una o dos plantas y con las fachadas sin terminar. Las ordenanzas municipales, me enteraré de esto unos días más tarde, aplican un impuesto mayor a una casa terminada que a una en obras. Por eso la picaresca hace que aunque los salones sean habitables y habitados, las fachadas permanezcan inacabadas. La Paz da así la impresión de ser una ciudad inacabada, en permanente construcción, decenas de miles de edificios que se desperezan a la vez y lo hacen muy despacio, a un ritmo nada acelerado, y por todos lados, se mire hacia donde se mire.

Ese ritmo tranquilo del paceño es una de las primeras cosas que le chocan al viajero que llega a la ciudad. La mayor parte de sus visitantes llegan, llegamos, a La Paz por vía aérea y tardamos unos días en acostumbrarnos al ritmo de vida de la metrópoli a mayor altitud del mundo (y por ello con menor porcentaje de oxígeno para repartir entre sus habitantes).
Al lento ritmo de vida, debería matizar. Aunque el paceño está acostumbrado a la altitud o no sufre soroche (mal de altura) porque le anestesia mascar hojas de coca, se mueve por la ciudad como debería hacerlo un europeo que acabara de aterrizar, despacio, sin apurarse salvo que vea que su autobús, combi o trufi está a punto de partir sin él. Los auténticos europeos que acabamos de aterrizar somos los que nos llevamos verdaderos sustos, cuando la impaciencia hace que nos olvidemos de dónde estamos y, respeten o no los coches el paso de cebra o semáforo, cruzamos apresuradamente una calle.
Es entonces, a salvo en la otra acera cuando nos damos cuenta de que el corazón nos palpita desaforadamente, que tenemos que abrir la boca más de lo educadamente correcto y que, literalmente, no nos llega el aire a los pulmones. No suele ser grave salvo casos estadísticamente puntuales y al cabo de unos días nos hemos acostumbrado. Pero de vez en cuando corremos para cruzar una calle y recordamos que estamos en La Paz, la ciudad en la que cuesta respirar.

La distancia no es sólo física, también se recorre una línea invisible universal en todo el mundo, la de las clases. Aquí se rompe una tendencia social que es casi constante en el resto del mundo. Por regla general, quien tiene dinero vive en las zonas altas. En La Paz, es al revés. Son los distritos con menor altitud los más codiciados y los de mayor precio por metro cuadrado.

La Paz es una ciudad que, al principio, cuesta. Es un juego de palabras malísimo (que me perdone el lector) pero cierto, pues poco hay de llano en La Paz e ir a cualquier sitio, al cementerio, al Mercado de las Brujas, a la Plaza Murillo, supone subir una cuesta. Es casi imposible pararse en una calle o carretera sin que al girarnos en cualquier dirección haya al menos que enfrentarse a una subida. Despacio.
Despacio se construye, por muy inclinado e inestable que sea el terreno porque un techo y cuatro paredes son imprescindibles para sobrevivir al frío que lleva aparejada esta altitud. Proliferan las zonas poco recomendables en lugares en los que una cabra tendría dificultades para encaramarse. Cuando llegan las lluvias y los corrimientos de tierra, algunos pagan la osadía con sus vidas.
Sobre las ruinas se volverá a construir y así una ciudad colonial y de rascacielos se rodea de viviendas humildes. El espacio no sobra en La Paz cuando el bolsillo tiene poco fondo y hay que buscarse la vida para no dormir al raso.

No es posible hacer una foto completa de La Paz, no hay ángulo, mirador u objetivo que lo permita sin hacerlo desde el cielo. En tierra sólo se pueden captar con la cámara algunos barrios juntos, pero la escala es casi inabarcable. Como cuando uno ve Manhattan desde Staten Island, que no puede asumir los kilómetros de torres de cemento y cristal que hay detrás de la fachada de rascacielos.
No es posible, al menos yo no puedo, describir la escala grandiosa que le rodea a uno en esa serpiente ondulante que es el valle donde ha crecido desordenadamente la ciudad.

La ciudad impone. El sentimiento de enano entre gigantes que nos puede asaltar en Nueva York es sólo por una artificiosidad arquitectónica. También he estado en el colosal Tokio, pero allí a los sentidos los asaltaban colores, movimientos y caligrafía ajenos.
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Aquí uno se siente hormiga entre millones de hormigas.

Curiosamente, lo menos serio son sus habitantes, sean aimaras, quechuas, inmigrantes, cholitas con traje típico o de etnia no aparente. Si, hubo un día en que mi fe en el mapa me llevó a buscar un mirador donde sólo había una plaza sin vistas, y donde mi apariencia casi anglosajona destacaba como un elefante rodeado de ovejas. O de lobos, porque aquel barrio nunca había visto turistas.
El resto del tiempo, alojado en un hostal con paredes de cristal opaco o haciendo Couch Surfing, los bolivianos a los que fui conociendo resultaron amables y curiosos. Curiosos son también los contrastes arquitectónicos y culturales. En la inmensidad de La Paz coexisten barrios históricos como San Pedro o la Calle Jaén, los rascacielos de oficinas o la sede de ECOBOL (Correos de Bolivia), las torres de apartamento e iglesias y edificios civiles anteriores a la independencia.

Y debajo, a pie de calle, estudiantes, técnicos y oficinistas, móvil inteligente en mano, no dudan en acercarse al Mercado de las Brujas. Allí compran fetos de llama, réplicas de papel moneda, modelos de coches y electrodomésticos para bendecir una nueva casa u obtener, mediante intervención no humana, el objeto a escala real.
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