Estambul es una ciudad mágica. En sus calles se mezclan los aromas de las especias de la misma manera que lo hacen la cultura occidental y la musulmana.
Cuando iniciaba el viaje pensaba que a mí – amante de la naturaleza, los trekkings y los espacios abiertos – se me haría un poco largo pasar una semana entera en una sola ciudad. ¡Qué equivocado estaba!
Pasé casi un día entero inmerso en su Grand Bazaar. Lo de Grand es claramente por algo! Allí puedes encontrar de todo: miles de clases diferentes de especias, ropa de «marca» – cocodrilo…lagartija…nike…mike… al fin y al cabo, ¿qué más da? -, juguetes, joyas, lámparas y demás decoración casera, y tantísimas cosas más.
Lo importante no es lo que compres sino que te impregnes del ambiente que allí se respira, te tomes un té o fumes una shisha en un rincón oculto a los ojos de casi todos, que pasees por sus laberínticas calles que, sin saber cómo, acaban conduciéndote siempre a la misma pequeña tienda en la que viste algo que te gustó pero que se salía de tu presupuesto. Es como si el propio Bazaar atravesara con ojos penetrantes el alma del visitante y dirigiera sus inertes pasos hacia el lugar donde se encuentra su anhelada mercancía.
Los turcos son unos maestros del regateo y – como en la película de los Monthy Pyton La Vida de Brian– casi se ofenderán si no regateas el precio inicial que te ofrecen. Al final, pagues lo que pagues, ellos acabarán haciendo negocio.
Sin duda un buen lugar donde perderte por al menos medio día – si eres mujer, la media sale a casi día entero – y donde darte un descanso de la majestuosidad ancestral de la otrora capital del Imperio Romano de Oriente, el Bizantino y el Otomano.
Imágenes, Svenwerk