Suele pasar en esta vida de viajero (o turista, o como lo quieras llamar) que uno acaba conociendo a la perfección sitios muy lejanos y siendo un total desconocedor de las bellezas que tiene a pocos kilómetros de casa. Es mi caso.
Si me pides consejo sobre un viaje por Mozambique, cualquier país de Sudamérica o la remotísima Nueva Zelanda, seré capaz de trazarte una ruta, recomendarte lugares escondidos del turismo, cómo moverte por el país, dónde y qué comer, etc. Sin embargo, cuando la gente me pregunta por rutas naturales para hacer por mi querida provincia alicantina, pongo cara de póker y miro el móvil en busca de ayuda. Doy bastante pena, lo sé.
Esto ocurre por el simple hecho racional que me lleva a pensar que, ahora que soy (medianamente) joven y tengo fuerzas, es el momento de realizar aventuras y viajes que quizá no pueda emprender más adelante. Como soy un amante de mi tierra alicantina, pienso que envejeceré por aquí y podré recorrerla a mi ritmo y gusto en cualquier momento que me apetezca.
Pero como no sabes lo que la vida te puede deparar y quizá mi reducida (o inexistente) pensión haga que lo único que pueda ver de viejo sea mi parcela debajo de cualquier puente de carretera, he decidido ir descubriendo, poco a poco, las bellezas que esconde mi provincia de Alicante.
Un clima envidiable a lo largo de todo el año, hace que sea posible realizar rutas en la naturaleza – ya sea caminando o en bicicleta – en casi cualquier mes. De todas maneras, aconsejo evitarlo durante la temporada de verano (junio a septiembre) debido al sofocante calor que encontrarás.
Otoño y primavera son mis estaciones preferidas en Alicante, pero, debido a que nos estamos cargando el planeta, el invierno comienza a parecerse más a cualquiera de estas dos.
Así se explica que hace un par de semanas me levantara a las 8.30 y el termómetro marcara 19 grados. El sol lucía resplandeciente, comenzando su ascenso hacia un cielo que parecía haber vetado a cualquier cosa de apariencia esponjosa y color blanquecino.
Mi gran amigo Luis (25 años de amistad avalan esta afirmación) me esperaba a la puerta de casa. María, amiga de ambos, se había erigido como organizadora de la jornada lúdico-deportivo-festivo-gastronómica. La recogimos en su casa de mi querida playa Muchavista y pusimos rumbo a Villajoyosa.
¿Cómo llegar?
La ruta que lleva a la torre de Aguiló comienza en una pequeña cala cercana a la población de Villajoyosa. Existe un camping llamado Las Torres que nos servirá de referencia y allí mismo, en un aparcamiento cercano a la cala, podemos dejar el coche gratuitamente.
Si partes de Alicante y no hay mucho tráfico, la mejor forma de llegar hasta aquí es tomando la N-332 dirección Valencia (norte). La carretera discurre a lo largo de la costa y ofrece muy buenas vistas.
Si vas con algo de prisa o hay mucho tráfico, siempre puedes tomar la autopista de pago A-7 y salirte a la altura de Villajoyosa. El camping se encuentra a las afueras del pueblo, en dirección norte, hacia Benidorm.
La ruta a la torre de Aguiló
Hay varios senderos que nos llevan desde la cala frente al camping Las Torres hasta la torre del Aguiló. Todas ellas son muy sencillas y no exigen conocimientos técnicos ni una gran forma física. Nosotros elegimos la ruta que bordea la costa, ofreciéndonos unas vistas impresionantes sobre el agua transparente de esta parte del Mediterráneo y pequeñas calas sólo accesibles bajando la pendiente rocosa.
Tras dar unas cuantas vueltas con el coche, por fin dimos con el camping. Dejamos el vehículo y recorrimos un paseo marítimo con poca afluencia de gente para una espléndida mañana de domingo.Algunos buenos amos aprovechaban para dejar que sus perros corrieran felices por la playa de piedras y un par de parejas madrugadoras paseaban sin prisa, sabedores de que los domingos hay que alargarlos como sea, incluso intentando caminar lo más lentamente posible.
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Al terminar el paseo hay unas escaleras que ascienden la ladera de la primera pequeña colina. La vegetación es escasa. Algún árbol en los primeros metros, bancales de almendros y mucho arbusto mediterráneo.
Tras el primer ascenso la senda se nivela y comenzamos a avanzar con poco esfuerzo. Tomamos fotos de la zona sur, donde el sol intentaba cegarnos, envidioso de que pudiéramos contemplar tan hermosas vistas. Rocas, mar, verde… Un mosaico por el que ya valía la pena la excursión.
Seguimos la senda prácticamente llana durante otros 45 minutos. Cortamos un par de colinas por el medio y llegamos a una zona accesible en coche, que moría en una cala preciosa donde un par de grupos de gente comenzaban a tomar posiciones.
Contemplamos la cala desde arriba y decidimos dejarla para el camino de regreso. Pasada la cala, tomamos un camino interior que ascendía hasta la torre. Tan sólo nos llevó otros 25 minutos llegar a ella.
La Torre del Aguiló y saltando desde las rocas
La torre del Aguiló es una torre defensiva erigida en el siglo XVI bajo el reinado de Felipe II. Su fin era la lucha contra la piratería pero hoy en día es simplemente un buen mirador para observar la costa de Benidorm, con la Sierra Helada al fondo.
Descansamos un rato allí, comimos algo de fruta e hicimos fotos. No tardamos en emprender el camino de vuelta.
Para regresar tomamos un sendero más estrecho y sinuoso que descendía de la torre directamente hasta la bonita cala que habíamos visto a la ida. Cerca de la cala, con el sol en lo más alto y bastante sudado, decidí practicar el coasteering en Alicante. Esta modalidad, que se ha puesto de moda en muchos países y practiqué este verano en Gales, consiste en recorrer un trozo de costa a nado para trepar a las rocas y saltar al agua en zonas profundas. Es muy divertido y una buena (y barata) forma de sentir la adrenalina.
Elegí una roca que se encontraba a poca altura y me aseguré de que bajo ella el lecho marino se encontrara a una profundidad decente. No me lo pensé dos veces. Luis y María se descojonaban cuando me vieron desnudarme, dispuesto a saltar. Salté con unos feos gayumbos puestos (ya lo dicen las madres, siempre hay que llevar ropa interior decente, porque nunca se sabe) y caí en la helada agua del mar.
El impacto fue leve pero el frío se apoderó de mi cuerpo al instante. Nadé rápido hacia la salida que había localizado entre las rocas. El chapuzón me activó el organismo y no sentí nada de frío mientras me secaba al sol. Me dieron ganas de saltar desde la otra roca más alta, pero el hambre empezaba a acuciar entre las tropas y ya casi podíamos oler la tortillita de patatas y los calamares en su tinta que nos había prometido la madre de María.
Tras la parada en la cala regresamos hacia el aparcamiento mientras hacíamos lo que hacen los amigos: hablar de la vida y reirse, sin llegar a solucionar nada. Pero que más da.
Acabaríamos la mañana comiendo en la enorme terraza que María tiene en la playa Muchavista, con vistas a mi playa preferida. Tras el festín gastronómico, vimos un bodrio de película en el sofá (la felicidad extrema no existe, amigos) y pusimos fin a un día de esos que, por su simpleza, son maravillosos.