
Hay primeras veces que nunca se olvidan. Tu primer beso, tu primera vez con una chica, tu primer trabajo o tu primer coche están entre las más habituales. Yo he añadido a esa lista una primera vez muy peculiar: sufrir mi primer chantaje, la única manera de subirme a un avión y abandonar Tajikistán.
Había leído y había oído que las cosas en Asia Central son distintas, que las antiguas repúblicas soviéticas son peculiares. Y lo había experimentado en mis propias carnes cuando me libré por los pelos de pisar un calabozo en Uzbekistán por culpa de unas fotos del Metro de Tashkent. Si en aquella ocasión tuve problemas para salir de un país por vía terrestre, el abandonar otro por vía aérea no iba a ser tan sencillo como pensaba.
Mi experiencia en el país no continuó mejor de lo que empezó. En la capital de Tajikistán, Dushanbé, estuve varios días con una fuerte gripe, no pude abandonar la ciudad, la Embajada de China me ponía trabas para conseguir el visado – ese era mi siguiente destino por vía terrestre – y el del propio país caducaba demasiado pronto. Acabé tirando la toalla y admitiendo que no podía con ellos.
Cambié de idea y de planes y decidí dar un soberano rodeo, volaría a Novosibirsk (Rusia), de allí a Beijing (China) y desde allí a Hong Kong. Nueve horas de vuelos, casi ocho más de escalas, esperas y carreras por cuatro aeropuertos para llegar a donde podía apostar mi mano izquierda (porque soy diestro) a que conseguir el visado para China iba a ser coser y cantar.
El actual aeropuerto internacional de Dushanbé está situado en un barrio de la ciudad – hay un proyecto para construir otro más moderno en las afueras – , y allí llegué en una marshrutka, un taxi-furgoneta que sigue una ruta fija, con las preceptivas dos horas de antelación. El viejo y feo edificio parecía más bien una vieja y fea estación de tren y el barullo de gente que se agolpaba para entrar no eliminaba mi impresión sino que le daba un matiz verdaderamente asiático.
“¿Dónde está el visado para Rusia?” es una pregunta del oficial de inmigración que tiene una respuesta sencilla, que no lo necesito. Estaré en tránsito, no abandonaré el aeropuerto ni la zona usualmente reservada para estos casos, no pasaré ningún control de documentación adicional al de la puerta de embarque.
“Sin visado no puede pasar” y añadió a la negativa el gesto de cerrar mi pasaporte, indicarme que le siguiera y juntos desandamos el camino hacia el mostrador de S7 (Siberian Airways) donde unos minutos antes había facturado mi mochila. Cuando llegó el supervisor de la aerolínea le entregó mi documentación y le explicó la situación, o eso supongo porque hablaron en tajiko.
Mi pobre pasaporte volvió a ser manoseado y a mi paciencia la volvieron a asaltar con la misma pregunta por mi visado para Rusia y, para ser original, por el visado para China. Dichoso visado. Puñetero visado. “No lo necesito, estoy en tránsito…” salió de mis labios con naturalidad aunque empezaban a asomar los nervios. A estas alturas, mi avión tenía programado el despegue en una hora.
El supervisor, alto, joven y moderno, empezó lamentando que hubiera comprado el billete “por Internet” en lugar de hacerlo en persona en una oficina de Siberian Airways o de un agente autorizado. Eso me hubiera ahorrado problemas, aseguraba. También me hubiera supuesto 300 euros más de haberlo hecho así. Sonreí y otra vez repetí mi cantinela “no hay necesidad de visado de tránsito para Rusia”
Como si le hablara en Esperanto. Durante la siguiente hora no despegó su móvil de la oreja y estuvo llamando a propios y extraños (más bien extraños para mí). Cuando la aguja del reloj se acercaba a la zona peligrosa en que uno estaría corriendo por la terminal en busca de la puerta de embarque, colgó el móvil y me espetó “Ya está arreglado pero me he gastado todo el saldo del móvil para solucionarlo, ¿qué podemos hacer?”.
A buen entendedor pocas palabras bastan, dice el refranero castellano. Y cuando el supervisor tiene tu pasaporte encima de la mesa, es el interlocutor con el oficial de inmigración y tú no hablas el idioma local, la única duda es cuanto me iba a costar la broma.
Siempre llevo billetes pequeños encima, dólares en concreto para pasar fronteras, pero en ese momento el muy cabrón tuvo suerte y a mano sólo tenía un billete de 20 euros. Como si estuviéramos rodando una película, me devolvió el pasaporte, metí dentro el billete, se lo di otra vez, hizo un discreto movimiento y salió de detrás de su cabina para acompañarme al control de aduanas.
Tres minutos y una charla con el agente después, me daban vía libre para embarcar en el avión de Siberian Airways con destino Novosibirsk. 20 Euros más pobre, eso sí, y con una nueva experiencia en mi baúl de viajero.