
Cuando una ciudad es asolada por un terremoto de 7,5 en la escala de Richter que deja sin hogar a 300.000 personas, es fácil imaginar que sus construcciones más antiguas, basadas en el adobe, han quedado borradas de un plumazo.
En los días posteriores a la tragedia se vislumbra también la oportunidad de un nuevo renacimiento para la ciudad, el sueño de cualquier arquitecto o planificador urbano.
Pero si el año es 1966 y hablamos de la capital de la República Socialista de Uzbekistán bajo el control de Moscú, entonces el resultado es tan feo como era de esperar. Y es que estéticamente las dictaduras sólo saben engendrar edificios horribles, monumentales o monumentalmente horribles.
Conforme a las ideas de la URSS de los años 60, se construyeron amplias avenidas arboladas, plazas – ideales para desfiles de militares marciales y trabajadores felices -, parques y muchos edificios de apartamentos, cada cual más parecido a su soso vecino, que no desentonarían como Viviendas de Protección Oficial en la España de la misma época o en un Manchester aún industrial.
Casi medio siglo después de la catástrofe y su reconstrucción, Tashkent tiene aún más de urbe soviética que de ciudad moderna, aunque orgullosamente atesora la distinción de poseer el único servicio de Metro de toda Asia Central.
Si además añadimos que los turistas no pasan más de un par de días en la ciudad, como molestia obligada en vuelos desde Europa antes de visitar las joyas de Samarkanda o Khiva, la superficial impresión que uno puede comunicar a amigos y familiares cuando le pregunten se reduce a una sola palabra: fea.


Siempre he dicho que soy más de calles que de avenidas, de personas que de gente, de pueblos que de ciudades. Bajo esa perspectiva sí que he podido encontrar varios puntos de interés de los que os hablaré en otro artículo más adelante: el Metro – donde, estricta seguridad aparte, el precio de un viaje es sencillamente ridículo -, Chorsu Bazaar – el mercado tradicional y también negro de cambio de divisas –, el Viejo Tashkent – con los restos de viviendas que no quedaron en ruinas tras el terremoto de 1966 – o alguna Iglesia Ortodoxa que ha sobrevivido a los bulldozers.
En la ciudad, las avenidas son anchas, con el equivalente de tres carriles para cada sentido de la circulación. Y si uso la palabra “equivalente” es porque no he visto que abunden las marcas que delimitan carriles. Con los ocasionales Toyota y Honda, los reyes de la carretera son los pequeños Daewoo Matiz para los más modernos y Lada para los menos pudientes.
Árboles hay en todas las aceras, y su intermitente sombra se agradece cuando el sol de Septiembre – que aquí es tan fuerte como el de Agosto en Sevilla – quiere taladrarte la nuca.

El primer edificio de apartamentos que se ve tiene detrás, en mayor o menor orden, en paralelo y en perpendicular, un dominó de hermanos de arquitectura similar. En otras partes del mundo tendrían cuidados jardines y elementos de mobiliario urbano o habría una cierta continuidad estética a su alrededor. Aquí oscila entre caminos asfaltados, semi-asfaltados o directamente de tierra allanada flanqueados por el ocasional supermercado.
Veo gente con rasgos nada asiáticos: piel blanca, pelo rubio y cuya primera lengua es el ruso, no el uzbeko. Y es que cuando se produjo el terremoto, desde Moscú y otras de las Repúblicas Soviéticas se enviaron batallones de fraternales trabajadores para colaborar en la construcción de nuevas viviendas.
La historia de armonía se termina – y comienzan los disturbios – cuando el gobierno anuncia que, en agradecimiento, gran parte de esos pisos serán para los trabajadores foráneos. Emigración forzada e intento de asegurarse el control demográfico en una República sospechosamente creyente más en Alá que en Marx.


Pese a que la mayoría de la población del país es musulmana, hoy en día lo son más de una forma cultural – que se usa políticamente por parte del Gobierno para su control – que siguiendo estrictamente todos los preceptos religiosos, aunque eso no quita que sean conservadores en sus costumbres. Tanto que tienen el mismo Presidente, Islam Karimov, desde hace dos décadas…
Aunque los Estados se esmeran para que se haga lo contrario, un país no puede ser juzgado por su capital. La distinción es importante porque después de casi cuatro días en ella, la sensación que me llevé es de que Tashkent es una ciudad mestiza, parte uzbeka y parte soviética. Y ninguna de ellas es la que atrae a los turistas a Uzbekistán.
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