Los nudillos de Fanta golpeando la puerta de nuestra habitación hizo que por fin terminara la noche en el peor cuchitril en el que dormiría en Etiopía. Eran las 5 de la mañana. Cogimos las mochilas, que apenas habíamos abierto para que nada raro entrara en ellas, y salimos a la calle principal del pueblo.
A pesar de lo temprano que era, el lugar ya bullía con una intensa actividad. Las tiendas comenzaban a abrir y las gentes, abrigadas con capuchas y bufandas, iban de un lado a otro a comenzar lo que sea que hicieran cada día.
En medio de la calle embarrada estaba parado un camión. Era nuestro billete de regreso a Debark, de donde habíamos partido para realizar este gran trekking cuatro días atrás. Aunque pagábamos unas cinco veces más que el resto del mundo, viajaríamos de pie en la caja de carga del camión junto con unas veinte personas más. Era el único transporte diario que salía del pueblo. Otra aventura africana a la vista.
Tras algunas discusiones entre el dueño del camión y los pasajeros, por fin nos pusimos en marcha sobre las 6.30 de la mañana. Nos tapamos con todo lo que pudimos porque estábamos en la primera fila, justo detrás de la cabina, y recibíamos todo el frío aire de cara.
Durante algo más de una hora serpenteamos por pistas de alta montaña. El ascenso era casi continuo y cada vez sentíamos más frío. Dentro de la cabina no se movía nadie. Hacinados como íbamos, todo el mundo se concentraba en mantener la posición que había ganado tras la ardua lucha en el pueblo. Viajábamos con una buena mezcla de gente: algunas ancianas con sus nietos, hombres de mediana edad y mujeres que iban a hacer negocios al mercado de Debark, y nosotros, los únicos turistas que cogían ese camión que transportaba pasajeros de manera ilegal.
Tras hora y media de viaje nos dijeron a nosotros tres que nos agacháramos y nos cubrieron con una lona. Estábamos llegando a la entrada principal del Parque Nacional de las Montañas Simien. Aunque el camión no estaba autorizado para llevar gente como lo hacía, al fin y al cabo era algo habitual en Etiopía. El problema no era ése. Lo que sí podía suponer una multa era el llevar a un par de blancos para que se colaran en el parque. No era nuestra intención, ya que sólo lo íbamos a atravesar, sin pararnos ni hacer noche en ninguno de los campamentos. Pero escondiéndonos, todos nos ahorrábamos el tener que dar explicaciones a las autoridades de las Simien.
De esa guisa entramos en el parque. Cuando estuvimos a una distancia prudencial de la puerta de entrada, nos quitaron la lona y pudimos levantarnos y contemplar el paisaje. Era precioso.
Mantos de hierba amarillenta, con parches verdes, cubrían las laderas de montañas de más de 3000 metros. Salpicando la hierba por doquier se encontraban las lobelias gigantes, una especie endémica de esta zona del mundo. De la parte superior de su fino tronco salen unas grandes hojas verdes, duras, alargadas y puntiagudas, al más puro estilo de una planta rastafari, muy propia en un lugar como Etiopía, donde gobernó durante décadas el hombre más venerado por los rastas.
Aproveché para grabar algunos vídeos de aquel paisaje tan diferente, tomando ventaja del travelling gratuito que me estaba dando el viajar en la caja del camión. Atravesamos un par de campamentos, habilitados para dar alojamiento a los visitantes del parque nacional. Nuestra idea era haber dormido en el que se encuentra más cercano al pico más alto de Etiopía, el Ras Dashen, con sus 4550 metros. Sin embargo, los retrasos que sufrimos en el trekking hizo que nos quedáramos sin tiempo, fuerzas, ni víveres suficientes para hacerlo. Son cosas que pasan en África y hay que aceptarlas tal y como vienen.
Desde el camión vimos a algunos turistas occidentales diseminados por senderos aquí y allá, siempre guiados por algún etíope. También buscamos a dos de los animales emblemáticos del parque: el Wallia íbex y el pequeño lobo etíope. El primero es algo más común pero es muy complicado llegar a ver al escurridizo lobo.
Sí que vimos a los bonitos monos Gelada. Hay decenas de miles de ejemplares en el parque y aledaños y es imposible que no te cruces con varias manadas cada día, salvo que te encuentres en las zonas más altas de las montañas. Estos primates de larga cola, pelaje castaño y una característica mancha roja en el pecho son dignos de contemplar por horas. A mí me fascinaron y, en este mundo, sólo se pueden encontrar en las tierras altas etíopes. El conductor nos hizo el favor de parar unos minutos para que pudiéramos bajarnos y aproximarnos a una gran manada que reposaba cerca de la carretera. Sólo nos dejaron acercarnos unos metros y después salieron huyendo.
Era la última etapa de nuestro viaje. Poco después atravesamos la puerta sur del parque y comenzamos a descender hacia Debark. Allí nos reencontramos con nuestro buen amigo Jargew, que había tenido que partir con el bueno de Morla un par de días atrás debido al cansancio extremo que sentía el pobre burro, motivado por la falta de agua.
Fanta, Jargew, Manu y yo nos tomamos nuestra última foto juntos cerca del mercado donde nos habíamos visto por primera vez. Tan sólo hacía cinco días, pero teníamos la sensación de que habían sido muchos más. En el camino habíamos visto aldeas, escuelas, campos secos, tierra roja, algún campo verde, iglesias medievales, montañas, valles áridos y gente… Sobre todo gente. Ellos fueron lo que de verdad hizo que todo el sudor, el calor, el hambre y el cansancio merecieran la pena. Gentes duras, recias, resistentes, amables, generosas, honestas, curiosas y buenas de corazón.
La verdadera vida de esta tierra es esa gente etíope. No os lo podéis perder. La naturaleza de las Simien es digna de ver, pero la experiencia con esta gente será algo inolvidable.
Me alegro de que te haya gustado, Daniela! Abrazo
Increíble y emocionante experiencia, Gracias por compartirla.
Saludos desde Argentina