
Almolonga, «lugar donde brota el agua«. Los nombres de los pueblos guatemaltecos en las distintas lenguas precolombinas (en este caso, procede del náhuatl) son descriptivos y bellos por igual. Situado a unos 2250 metros sobre el nivel del mar, en un precioso valle alejado de la típica ruta turística del país, este pueblo tiene la particularidad de ser la mayor huerta del país y una de las más grandes de centroamérica. El secreto se halla en la gran fertilidad natural de las tierras de Quetzaltenango -el departamento al que pertenece Almolonga- al encontrarse salpicada por ocho volcanes, de los que sólo uno está activo.
Aunque nosotros llegamos al pueblo antes de las 9 de la mañana, Luisa -nuestra querida guía- nos comentaba que ya era un poco tarde y el mercado de la plaza cerraría en un par de horas.
El movimiento comienza a las 3 de la mañana cada día. Antes, con el gallo aún durmiendo, las familias quiché -etnia dominante en esta región- salen de sus casas con la mercancía que van a intentar vender ese día. Toda la familia está implicada en el negocio. De eso nos damos cuenta nada más llegar al mercado y ver cómo hombres, mujeres y niños, indistintamente, cargan fardos de verduras y cestas de frutas de un lado a otro.

Visto desde la otra acera y subido a un alto bordillo el espectáculo me recuerda a una procesión de hormigas coloridas. El movimiento es constante entre las callejuelas invisibles del mercado. Compradores y vendedores se entremezclan hasta crear un suelo cuerpo policromático. Son pocos los hombres que visten con el traje típico masculino pero casi todas las mujeres lo llevan.
Es algo totalmente enraizado en la cultura indígena. Cada municipio tiene sus propios colores -e incluso tipo de tejido- a la hora de vestir.Se suelen hacer sus trajes ellas mismas porque si deciden comprarlos los precios no son tan asequibles, entre 1500 y 5000 Quetzales (150-500 euros). Coloridos «tocados» les cubren las cabezas. A la blusa se le llama «güipil» y «corte» a la larga falda. Para economizar y tener dos en uno, algunos güipiles son reversibles. Una vez me zambullo en el mercado me fijo en las mujeres y no consigo ver dos trajes iguales. Todos son obras de arte independientes, como cuadros pintados por alumnos de una misma escuela colorista, pero cada uno con su estilo y gracia particular. También se venden telas y cada parte del traje en este mercado infinito.
Eran las 9.30 y el lugar estaba abarrotado. Tenía que esquivar a la gente que llevaba, sobre sus cabezas o espaldas, sacos o cestas con cilantro, ciruelas, hejotes (judías), limones (limas), toronjas (pomelos) o el miltomate omnipresente en la salsa plato típico de la región: el recado.

Llamábamos la atención poderosamente al ser los únicos extranjeros del lugar. Mi cámara era bastante discreta -a la par que mala- pero las de mis dos compañeros disparaban fotos aquí y allá en medio de aquel campo de batalla agrícola. Algunas mujeres y niños ocultaban sus rostros de los objetivos con una sonrisa pero, por lo demás, todo el mundo continuaba con sus quehaceres normales de cada día. Compras, ventas, traslados, negociaciones de precios, embalajes… Almolonga exporta gran parte de su inmensa producción agrícola al mercado nacional e internacional. Países como El Salvador, Honduras y México reciben toneladas de zanahorias jumbo -jamás vi zanahorias de ese tamaño en ningún otro lugar-, tomates, cilantro, cebollas… Es, sin duda, el motor económico principal de esta región. El color y tamaño de esas verduras, frutas y hortalizas eran algo que no conocía.
Aquí todo el mundo vive de la tierra. Cada familia tiene su pequeña parcela de tierra y eso es su vida.
Entré a la zona cubierta del mercado donde la actividad también era incesante pero vi menos compradores minoristas. Cajas de mercancías se apilaban aquí y allá, ya preparadas para salir en los camiones hacia sus destinos finales. Volví a salir al exterior justo cuando mi compañera Inés dejaba su futuro en manos de un pequeño pájaro que elegía una tarjetita con un mensaje tipo como el que viene en las galletas de la fortuna chinas.



Compré unas cuantas ciruelas rojas y melocotones -ambos eran de las pocas cosas cuyo tamaño era más pequeño que el de los que tenemos por aquí- y entablé conversación con un vendedor. Cómo no, fue sobre fútbol. Le guste a la gente o no, el fútbol es el verdadero idioma mundial. El dominarlo bien me ha abierto puertas a gentes en países tan distintos entre sí como Myanmar, Mozambique, Brasil o China. En este caso era obvio porque estábamos a tan sólo un día de la gran final de Champions entre el Real y el Atlético. El vendedor bromeaba con la victoria del Atlético y yo con la del Madrid. Nos echamos unas buenas risas y hubo una apuesta final. Si ganaba el Atlético yo tenía que pagarle un billete a España y enseñarle mi país y si era el Real el que salía victorioso, él me enseñaría Guatemala. Sellamos el pacto con un apretón de manos y me dio su número de móvil. ¡Pues me debe una!.
Al poco subimos a tomar unas fotos desde el edificio del ayuntamiento, situado en la misma plaza, justo a la izquierda de una iglesia, joya del barroco, levantada en el año 1608 en honor a San Pedro. La exploramos por dentro también justo antes de marcharnos de Almolonga.


No nos cruzamos con un sólo turista y son muy pocos los que se dejan caer por aquí. Esto le da el encanto de poder mezclarte con ellos y saber cómo viven sin que te sientas un bicho raro. La cultura indígena de esta zona de Guatemala es algo que debes aprender y respetarlo y Almolonga es una buena oportunidad para ello.