
Nunca pensé que me iba a encontrar en un sitio como éste en un momento así. Igual que tampoco imaginé la magnitud de la belleza que encerraba un país -quasicontinente- como es Australia. Aunque intentaré publicar este artículo lo antes posible (al final está saliendo sólo 1 día más tarde!), saltándome el orden de ruta que llevaba hasta ahora, sé que no podrá salir en este momento, recién hecho bajo las estrellas del Hemisferio Sur que apenas tienen esplendor por culpa de una Luna llena que hace que pueda ver los acantilados, la playa, el rugiente mar y un par de los famosos Doce Apóstoles con una claridad impropia de la noche.
Estoy sentado en el solitario banco que hay en las Gibson´s Steps, único acceso en forma de escaleras que desciende los acantilados de la parte más famosa de la Great Ocean Road australiana -los Doce Apóstoles- hasta una playa impoluta.
Hemos aprovechado una de las ventajas de la temporada baja y aparcamos la furgoneta alquilada en un mirador en el que está prohibido dormir. Hace frío y nadie patrulla la zona porque apenas hay turistas. Tras cenar y ver una película en el DVD de la camper, he bajado las escaleras de Gibson hasta la playa. Son las 11 de la noche, no hay nadie en kilómetros a la redonda y la Luna llena me deja ver en la arena las pisadas de los turistas que pasaron hoy por aquí. No hay muchas.
Al marcharse las nubes el frío se ha intensificado y estoy con chaqueta, bufanda y encapuchado. No llevo guantes porque me harían imposible aporrear el teclado.
Llegamos al mirador de los Doce Apóstoles con las últimas luces de la tarde, cuando el horizonte ardía en llamas y ya apenas quedaba nadie por las pasarelas. Pensé que sería la imagen más bonita que iba a ver en mucho tiempo. Esos gigantes de roca abandonados en la orilla, separados de los acantilados por la fuerza del viento y el agua que han ido erosionando la roca por miles de años hasta que consiguieron aislarlos. El mar, que parece estar en un estado de furia perenne en este lugar, sigue golpeando las bases de los gigantes como intentando cobrarse una deuda que se remontara a los tiempos en que Australia no era Australia sino parte de la Antártida, o Pangea; o cuando los gigantes cruzaban a grandes zancadas los continentes contorneando las costas con sus pisadas. No lo sé.
Pensé que tardaría en ver algo más bonito.
Me llevó tan sólo unas horas. No se me ocurren muchos sitios donde dormir que sean más especiales que éste. Esta noche he bajado a la arena y he paseado por una playa desierta donde los Apóstoles han sido testigos silenciosos de decenas de naufragios. Ahogados anónimos cuyas almas, dicen, aún vagan por estos lares en busca de consuelo. Yo no puedo dárselo, pero al menos les he hecho compañía caminando con ellos en la hora bruja de la noche, cuando todos duermen y la Luna vigila.
La batería del portátil no da para más. Voy a bajarme a dar otro paseo que, creo, no podré repetir jamás. Nunca olvidaré este lugar y este momento. Las cosas de la vida que te hacen dar gracias por estar vivo y, a la vez, te hacen sentir una mota de polvo insignificante en un Cosmos que nunca llegaremos a comprender.
Buenas noches.