Mi medio de transporte favorito es el tren, tanto en España como en Europa o en cualquier otro continente. Sin toda la parafernalia de los controles de seguridad de los aeropuertos. Sin el momento de tensión -que aún sigo sintiendo a pesar de haber cogido cientos de aviones- del aterrizaje y despegue. Más cómodo, normalmente, que el autobús y el coche.
Pero viajar en tren en países como en Mozambique -o India- es toda una experiencia.
En un segundo -o tercero, o cuarto- plano queda el tema de la comodidad, la rapidez o, incluso, la seguridad.
Durante el mes que pasé en Mozambique me moví siempre por tierra. Normalmente lo hice utilizando las furgonetas llamadas chapas (otra gran experiencia en sí) pero cuando llegamos a la ciudad de Nampula nos comentaron que la mejor opción para viajar a la zona montañosa de Gurué era tomar el tren.
Mi gran amigo israelí Ophir y yo fuimos la tarde antes a la cochambrosa taquilla de la estación a comprar nuestros billetes de segunda clase por unos 160 Meticais cada uno (unos 4 euros).
A las 5 de la mañana siguiente, aún de noche, caminábamos desde nuestro cuchitril hacia la estación, donde ya se había formado una larga cola de gente que esperaba, bajo una fina lluvia, su turno para abordar el tren. Una hora más tarde subíamos a nuestro vagón.
Bancos hechos de tablillas de madera, bastante suciedad y menos gente de la que esperábamos es lo que encontramos. No hay asientos numerados propiamente dichos, así que nos sentamos en uno de los bancos ante la mirada asombrada de la mayoría de pasajeros de nuestro vagón. Dedujimos que casi ninguna persona blanca utilizaba el tren, pero, a posteriori, nos dimos cuenta de que la realidad era que casi ningún blanco siquiera viajaba a la zona que íbamos nosotros.
El trayecto que nos esperaba entre Nampula y Cuambá no tenía más de 300 kilómetros y la hora esperada de llegada eran las 4 de la tarde. Diez horas para cubrir la distancia. La media de velocidad del tren era de 30 Km/h. Realmente no va tan lento sino que realiza muchísimas paradas.
El tren mozambiqueño es un portador de vida en todos los sentidos. Es el acontecimiento del día en muchos de las poblaciones en las que se detiene. No hace falta que lleves nada de comer contigo porque cada parada se convierte en una feria ambulante. Multitud de niños, mujeres y hombres portando bandejas en la cabeza se acercan al convoy. Venden de todo: plátanos, cebollas, aguacates, cestas de mimbre, anacardos, bebidas frías… Los vendedores se hacinan bajo las ventanas del vagón y los pasajeros, a su vez, se apelotonan para alcanzar a ver la mercancía y negociar con los proveedores.
El tren no se detiene demasiado tiempo y observo como un comprador dubitativo finalmente se decide a completar la transacción comercial. El vendedor deja la bandeja en el suelo y coge 3 racimos grandes de banana macaco (unos plátanos pequeños y dulces que le encantan también a los monos). El tren ya está en marcha cuando el cliente coge la mercancía. Vamos cogiendo velocidad y el comprador tiene aún el brazo asomando por la ventanilla con los billetes sobresaliendo en su puño cerrado. Entonces comienza la carrera del vendedor. Corre sin reparar en su bandeja. Persigue al tren entre risas y el pasajero acaba abriendo la mano y dejando caer los billetes hechos un guiñapo. El tren coge una curva y asomo medio cuerpo por la ventana para alcanzar a ver cómo el vendedor coge el dinero del suelo y alza el puño, en señal de victoria, hacia el tren. Sonríe como un niño. La alegría de los mozambiqueños que te contagian si te dejas.
El paisaje que veo por las ventanas es inspirador. Montañas verdes de formas redondeadas asoman por todos lados. Es una de las cosas que me llamará la atención en toda esa región. Las montañas parecen haber adoptado las formas de la gente que habita sus tierras. No tienen las aristas cortantes y afiladas de las que he visto en Europa, sino que se asemejan a cosas tan antagónicas como los pechos de una mujer o las cúpulas de las basílicas.
El viaje es largo y Ophir y yo intentamos concentrarnos en nuestra lectura cuando se nos acaban los temas de conversación. Aunque no hay tanta gente en el vagón y hay asientos vacíos, estamos apretujados en nuestro banco de madera porque los pasajeros sienten curiosidad por nosotros. No se cortan los mozambiqueños y, al poco de abrir el libro, se me hace difícil leer porque la cabeza de un curioso se interpone entre mi persona y el libro. Cuando le pregunto, en portugués, si quiere que le cuente de qué va el libro , comienza la conversación. Wiliam (así, con una sola «l») me cuenta entonces que va camino de Cuambá, y allí cogerá una chapa que le lleve a la pequeña aldea donde están su mujer y dos hijas. Él es profesor en Nampula.
Wiliam me hace preguntas sobre mi vida en Europa, mi vida personal…Todo. Los mozambiqueños son curiosos y no se cortan a la hora de preguntar o mirarte de arriba a abajo. Se sorprende cuando se entera de que, a mis 36 años, no tengo mujer ni hijos. Espera que al menos tenga amantes, porque él también tiene de eso y explica que con ellas usa preservativo pero no así con su mujer. Sin embargo, no tiene una familia numerosa y lo agradece a Dios porque sabe que no podría mantenerla.
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Me dio su número y nos despedimos en la estación de Cuambá. Habíamos llegado a nuestro destino y hasta sentimos cierta pena al dejar el tren. Sabíamos que sería nuestra única experiencia en él. Algo que os recomiendo hacer si os dejáis caer por este magnífico país.
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Pues me gustó lo que escribís, brother, muy lindo, os felicito, sos un viajero bien chévere.
Le pones una tele y es el AVE..jajaja..abrazo
Hola!!! Gracias por el apoyo y, desde luego que sí, otra forma de ver el mundo!
Desde luego que no tiene nada que ver con el AVE pero debe ser una gran experiencia. :)
Una ruta en tren por Mozambique, desde luego que nunca se me habría pasado por la cabeza… otra forma de ver mundo, no? Un saludo y genial blog como siempre! Nos vamos leyendo!