
Dicen que una de las cosas que descubres al viajar es un nuevo punto de vista ante la vida. Conoces a personas que afrontan problemas similares a los tuyos – o completamente opuestos – y te enfrentas a situaciones a las que no estás acostumbrado, adquiriendo un caudal de conocimientos que no lo imparten en ninguna Universidad. A veces ese punto de vista no se adquiere a muchos kilómetros de distancia sino a poco más de un metro sobre el suelo, en una silla de ruedas.
Por primera vez en mi vida, hace unas semanas tuve la ocasión de pasar cinco días viajando en silla de ruedas. Es una situación en la que la gente se ve inmersa por causas ajenas a su voluntad y a la que me sometí voluntariamente. La idea detrás de la invitación de Miguel Nonay, que es un viajero sin límite aunque para él la silla de ruedas no es una elección sino una necesidad, es que un blogger de viajes experimentara en primera persona las sensaciones y dificultades de viajar en silla de ruedas.
Concienciarse de que no es fácil es una cuestión de segundos. No se me había ocurrido que las sillas de ruedas tuvieran frenos que conviene poner cada vez que te paras, si quieres descansar los brazos. Tampoco de que fueran recomendables unos guantes para moverla.

No puedes hacerlo con una sola mano. Como ávido usuario de redes sociales y fotógrafo aficionado, el móvil y la cámara siempre están conmigo. Pero no puedes hacer una foto con el teléfono o tuitear mientras te mueves. Las ruedas de la silla te desplazan pero no son piernas: si intentas moverte con una mano en vez de las dos, giras.
Tu perspectiva de las cosas también cambia. Ya no te agachas a contemplar un artefacto en exhibición en un museo, lo tienes a la altura de los ojos. Pero muchos otros artículos te los pierdes o sólo puedes verlos parcialmente.
Y para llegar a ellos si tienes suerte hay rampas. Pero las calles no suelen estar preparadas para una silla de ruedas así que la inclinación que tienen no admite tregua. Nunca sabrás lo que cuesta una cuesta hasta que sólo puedes usar los brazos para superarla.

Como podéis ver en el vídeo (mención especial para Yurka Griemsmann, cámara de Miguel quien estoicamente soportó mis “¿Me podrías hacer el favor de grabarme aquí…?” y me echó una mano con él) durante los cinco días que viajé por Aragón hicimos recorridos interiores y exteriores. Las apariencias, cuando estás en una silla de ruedas, engañan y a veces para salvar lo que parecía un pequeño desnivel se requería la ayuda de algún compañero.
Abrir una puerta es una labor casi de precisión. Esquivar el enrejado que protege canalizaciones de alcantarillado tiene su truco. Afortunadamente, en los lugares que reciben muchos visitantes, los lavabos accesibles están generalizados. Si, lo intenté. No, no lo conseguí y me acabé levantando de la silla para orinar.
«Antes de juzgar a una persona, camina tres lunas en sus zapatos” (Proverbio hindú). Parafraseando el proverbio, todos los que podemos caminar deberíamos usar tres días una silla de ruedas para entender mejor lo que significa moverse así, aunque no salgamos de nuestra ciudad de residencia. Os aseguro que es una experiencia para reflexionar y que no se os olvidará, aunque se pasen los dolores de los hombros y brazos, especialmente cuando veáis un coche mal aparcado sobre un paso de cebra tapando la rampa de bajada al mismo desde la acera.
En Europa existen entre 40 y 50 millones de personas con algún tipo de discapacidad que son potenciales viajeros a un destino. Si uno lo piensa aunque sólo sea en términos monetarios, y dado que suelen viajar acompañados, suponen una importante inyección económica allá donde vayan.
No hay que tener miedo a invertir en rampas, eliminación de barreras arquitectónicas y adaptación de instalaciones para este tipo de clientes. Sus necesidades pueden ser especiales pero ellos no lo son. Tienen tantas ganas de viajar como los demás y lo que necesitan no es un trato exclusivo sino inclusivo.
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