Tras pasar por los pueblos alcarreños de Torija y Brihuega, hicimos una breve parada para admirar una bella cascada de verdes intensos en Cívica y comimos en un restaurante del pueblo de Masegoso.
Museo del Pastor en Masegoso de Tajuña
Después de reponer fuerzas, nos acercamos al pequeño Museo del Pastor de esta localidad, donde uno puede aprender sobre cómo era la vida, hace unos 60 años, en los pueblos de La Alcarria. El museo está dividido en tres salas y consta de muchos objetos originales de la época. Se muestra una antigua cocina, los aperos de labranza utilizados en la época y algunas cosas más, como tijeras de esquilar, trajes de pana, alforjas, etc.
El bueno de Julio, quien había sido pastor en su época, nos explicaba para qué servía cada instrumento que señalaba con su bastón. Él reconocía que si volviera a nacer, no sería pastor. Para explicarlo, decía que era un trabajo durísimo, con largas horas de soledad y que, hoy en día, no era rentable. Si finalmente, los pastores de hoy dejan su trabajo para buscarse algo mejor, habremos perdido este modelo de vida rural. De ser así, siempre nos quedará el pastoreo virtual del Museo del Pastor.
Cifuentes
Nos subimos al autobús y proseguimos con nuestro recorrido por la Alcarria en busca de la huella de Camilo José Cela.
Tras recorrer tan solo 9 km, llegamos a Cifuentes. De ella dijo Cela en su Viaje a la Alcarria:
«[…] un pueblo hermoso, alegre, con mucha agua, con mujeres de ojos negros y profundos […]”
Con la luz de las 6 de la tarde, pude corroborar los primeros adjetivos de esta mención, sin embargo fueron pocas las mujeres jóvenes que vi por sus calles. Y con las gafas de sol, complicado averiguar si sus ojos eran del color y profundidad que comentaba Don Camilo.
Un castillo medieval, bajo el cual nace el río Cifuentes, corona el pueblo.
Patrimonio religioso
Partiendo del parque de la pequeña localidad – junto al cual pasan las aguas del río Cifuentes en su camino hacia el Tajo – fuimos callejeando hasta llegar a la iglesia de San Salvador. Levantada en el siglo XIII es una muestra del románico tardío, ya en su transición hacia un gótico que comenzaba a florecer en toda Europa. Entramos tan sólo un momento antes de proseguir hacia el convento de San Blas.
En el Siglo XIV, Don Juan Manuel – infante que adquirió el señorío de Cifuentes – mandó construir un convento dedicado a San Blas en Gárgoles de Arriba, siendo habitado por monjas de la Orden de Santo Domingo. Debido a la inconsistencia de los materiales empleados en su construcción, el edificio se deterioró en poco tiempo, provocando el traslado, en 1.611, de las monjas a la Villa ducal de Lerma.
La nueva edificación fue levantada durante la primera mitad del Siglo XVII, alojando en ella a frailes dominicos.
En el año 1.625 ocupaban ya el convento, según lo avala la inscripción que figura sobre la el dintel de la puerta entrada: « PRAEDICATORUM PAREN/TI AC PRIMO INQUISITO/RI D. DOMINICO GUZMANO SACRUM. ANNO 1.625”
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La Desamortización de Mendizábal, en 1.835, terminó con la vida conventual, destinándose las edificaciones a Juzgado y Cárcel del Partido Judicial. La iglesia acabó en ruinas.
El interior, parcialmente conservado, se haya transformado por las sucesivas reutilizaciones que sufrió en el transcurso de la Historia. Las dependencias se distribuían entorno al claustro, elemento central del edificio conventual. Es de planta cuadrada y doble piso. Mientras el primer piso es de sillería de óptima calidad, el segundo es de ladrillo cerrado, de extrema sencillez.
Tras la visita al convento, continuamos callejeando por Cifuentes. Las calles estrechas, de suelo empedrado, parecían carecer de vida. La crisis económica que hemos sufrido – y sufrimos – durante estos últimos años, ha sido especialmente cruel con este tipo de municipios. Pequeños y basados en el pequeño comercio, la agricultura y poco más – en este caso, también, en la existencia de una cercana central nuclear – el azote de la crisis obliga a los jóvenes a buscarse la vida en ciudades o poblaciones de mayor tamaño.
Iba envuelto en esos pensamientos, cuando alcé la mirada del pavimento y me encontré con un curioso cartel que anunciaba el nombre de una pequeña calle. «El Cristo de la Repolla«, rezaba. Alguien quiso explicar las distintas teorías sobre la procedencia de aquel nombre, pero creo que mi cerebro las omitió todas. Estaba claro lo que había pasado: el que nombró a aquella calle era un auténtico cachondo. Y punto.
Regresamos al parque en el que habíamos comenzado la visita y vimos vida. Una enjambre de niños jugaban en la calle. Iban cargados con raquetas y pelotas y cuando les pregunté hacia dónde se dirigían me contestaron que «a jugar al frontón». Me alegra ver a niños que se comportan como tales. Cuando me los imagino encerrados en una habitación jugando con los mandos de una PlayStation un escalofrío me recorre la espalda.
¿Qué ha sido de los niños que volvíamos a casa con las rodillas peladas tarde sí, tarde no? Nuestras madres nos soltaban con unos bocatas y partíamos en nuestros bólidos de la época – bicis BH, Torrot y demás delicatessen – para regresar, sudados y derrotados, por la noche.
Imagino que cuando Don Camilo pasó por aquí, hace 70 años, la chiquillería era aún más revoltosa, el aire más limpio y la vida más romántica. Imagino que por eso sacó su cuaderno y se puso a tomar notas de aquella Cifuentes donde el río era protagonista y los ojos de sus mujeres te robaban el corazón.